viernes, 9 de diciembre de 2011

Cap 3


Qué dulce.
A eso mismo Raoks estaría tomándose una manzana de caramelo, sentada en un seco banco de piedra en un parque céntrico de la ciudad; saboreando lo dulzón del aperitivo; observando las golondrinas, ágiles al vuelo, formando líneas angulares y poligonales, y extraños dibujos en blanco y negro de su silueta, difuminada por la velocidad; analizando la arenilla del suelo, que le llenaba el zapato y el pie de polvo; sintiendo la brisa y el olor a árbol; palpando el rugoso trozo de piedra en el que estaba sentada.

Había sido un día largo. Se levantó a las seis de la madrugada atontada y confundida, como a las hormigas si les borras el sendero. No paraba de darse contra las esquinas y dejar el dedo meñique del pie más allá del marco de la puerta.
    -¡Ay! - exclamaba enrabietada mirando la puerta, mientras le daba un manotazo.
    Se movió hacia la cocina, donde sacó un tazón de “The Rolling's Stones” y lo llenó de leche. Sacó también cereales de la despensa, metió la leche en el microondas y vertió los cereales en el tazón. Los tomó con rapidez y fue a ducharse; a las siete y media debía estar preparada para salir. Se duchó y, sin secarse bien los pelos, se vistió, por lo que puso la ropa pipando. Iba con unos vaqueros ceñidos a la cintura y bastante anchos de pernera, con una camiseta blanca, lisa, de esas que tenía a pares e impares y con unas sandalias de playa.
    Salió de casa a las 07:33 y anduvo hasta donde tenía estacionado el coche. Un coche muy antiguo; unas líneas totalmente poligonales, unas puertas que aún tenían la necesidad de abrirse con llave manual, preciso de un seguro contra robos al volante, con un cambio de marchas más duro que la chapa de metal del automóvil, de pintura blanca, y que sus llantas, viejas corredoras teñidas de barro.
    Se metió en el coche, lanzó un gran suspiro y encendió el motor. Salió del aparcamiento marcha atrás y se dirigió al centro de la ciudad, pasando por mil rotondas y cruces que no conocía; llegando a una gran avenida, la avenida céntrica.
    Encontró un aparcamiento algo apartado del edificio al que tenía que ir, pero podía dar gracias hasta desfallecer por haberlo hecho. El edificio se veía casi desde cualquier punto de la ciudad. A ella cuanto más se acercaba más le latía el corazón, y no porque tuviera más vida, sino por miedo. Por pavor, quizás. Pero tendría que enfrentarse a esas cosas tarde o temprano.
    El edificio tenía dos grandes columnas, enroscadas cada una en sí misma formando una enredadera en la entrada principal, acompañada por un leve escalón que le daba un toque ridículo, aunque es lo que se suele hacer en los edificios elegantes; poner miles de detalles sin sentido.
La fachada estaba pintada de color crema; parecía un gran caramelo de café entre todos esos edificios de pintura cascada y de agrios colores. Había ventanas a lo largo y ancho de todas las paredes, y todas tenían las persianas levantadas y las cortinas recogidas. Daba sensación de movimiento; toda esa humanidad ahí dentro. De ajetreo.
Cuando se acercó un poco más al edificio podía ver como no tenía ningún portero. Que para qué lo iba a tener, también pensó.
A cada paso se le venían ideas absurdas en la cabeza; como que de algún momento a otro alguien se tiraría del edificio, por ejemplo. O que se tiraría ella misma cuando subiera.
Tenía hecho un nudo en el intestino delgado; una pelota de tenis en la garganta y unas incansables hormigas en los pies. Todo eso la acompañó durante el camino; hasta la entrada del edificio, subiendo el escalón; hasta el ascensor, cruzando el vestíbulo; hasta el despacho, tomando pasillos; hasta su asiento, frente al entrevistador.

-... H-Hola – tartamudeó, haciéndose pequeña entre los diplomas de las paredes y el nombre, en un cartel dorado, de aquel señor.
    - Encantado. - El señor le dio un apretón de manos, indicándole a Raoks con un gesto que tomara asiento. Tenía unos treinta años, más o menos, y una cara muy amable; mofletes algo rosáceos, con pecas, de tez blanca y ojos dulces color miel, con un pelo rubio y moreno a mechones, ondulado.
    No era muy alto, y tenía acento andaluz.
    Empezó a hacerle preguntas a Raoks, que aunque ella las supiera todas, a veces se quedaba atascada del nerviosismo. Percatándose de ello, el examinador no lo tuvo en cuenta, y al concluir la entrevista dijo: - Bueno, en realidad no creo que haya problemas – empezó a mirar un montón de hojas de papel a la vez – tienes un currículo muy bueno, el traerte aquí es sólo la rutina de comprobación. Así que ya sabes, empiezas mañana, en el despacho doscientos tres. A las nueve, ¿vale? - Dejó caer una leve sonrisa
    - … Sí, vale... - Ella se levantó torpemente, haciendo un sonido chirriante con la silla, y un secretario que apareció de la nada, o al menos que ella no había visto antes, le abrió la puerta. Salió cabizbaja, mirando los pies de todo aquel que pasaba por el pasillo, los cuales producían rítmicos sonidos de taconeo; cogió el ascensor y en segundos ya estaba en la calle.
    Fue un alivio, así que, estando más relajada, decidió darse una vuelta y ver la nueva ciudad. En el centro había poco; el típico McDonal's, las tiendas de las marcas más conocidas, y algún que otro parque con fuentes y pajaritos. No había ningún puesto de perritos calientes, ni pantallas electrónicas por las calles. No había taxis de colores estridentes, ni banderas patriotas flameando por todos lados. No había rascacielos a los que no alcanzara a ver el fin, ni tiendas especializadas en rosquillas. Nada le resultaba familiar.

Las cosas no estaban monopolizadas; ese lugar ni era el centro del universo, ni lo creía, ni lo intentaba. Sólo quería ser un lugar humilde.
Decidió ir a algunas tiendas, a comprar algo de ropa más cara para ir a trabajar. Pero cuando pensó en el dinero que tenía se le esfumaron las ideas; decidió comprar algo de comer y echar la tarde en algún parque de la ciudad.
En la plaza encontró a un señor con un puesto que estaba rodeado de niños. No encontraba lógico que, en la plaza mayor, adonde ella había ido a comprar fruta, hubiera niños. Pero se acercó bien.

Había miles de chucherías y dulces; desde caramelos hasta algodones de azúcar, pasando por chicles, helados, chocolatinas, piruletas y refrescos. Por haber, había hasta pasteles y tartas.
El hombre al cargo del puesto era un hombre con una piel blanquecina, de cejas gruesas y ojos verdes. Repartía un caramelo a cada niño, con un gesto serio a pesar de las dulces caras infantiles. Todos los niños cogían el caramelo, sonreían y se iban.
Pero hubo una joven que sí le saco una sonrisa: era de pelo castaño, alborotado, ojos pardos y unas lentes negras realzándolos; vestía una sudadera blanca, contrastada con su tez morena, y unos vaqueros desteñidos.
El hombre cogió un caramelo de fresa, estiró el brazo y se lo dejó en la mano.

    -Gracias. - Dijo la muchacha, sonriente. Y el hombre esbozó una leve curva con sus labios.
    Y entonces cogió otro caramelo, de limón, extendió el brazo y lo depositó en manos de otra niña, más pequeña, más rubia y de ojos más claros; también portadora de lentes.

    -Di gracias, zopenca – Añadió la muchacha.
    -… ¡G-Gracias! -musitó la pequeña.
    Entonces sí fue apreciable la sonrisa del hombre, una sonrisa bien marcada, enseñando los incisivos y premolares.

Cuando se hubieron marchado los chavales, Raoks se acercó al puesto, y pidió una manzana de caramelo.
    - Tome. - El hombre extendió el brazo. - G-Gracias... - Dijo Raoks, concentrada en que no se le cayera el dulce.
    - Dos cincuenta, por favor. - … Sí – Raoks lamió la manzana, sacó un billete de cinco euros del bolsillo, lo entregó, esperó la vuelta del cambio y, una vez recibida, se alejó del puesto y se dispuso a dar una vuelta por el parque de pinos mediterráneos que había cerca de allí. Se paró en algún que otro escaparate de ropa “Levi's”, marca americana de tal estilo. Le gustaban los vaqueros y esas camisetas blancas lisas, sencillas y normales. Sin remilgamientos, ni lazos, ni dibujos. Simples. Fáciles.

Encendió su reproductor de música y dio una vuelta examinando la flora del parque, cual no era nada interesante, y al acabar se sentó en un seco banco de piedra, comiéndose su manzana de caramelo. Y empezó a recordar el día.



sábado, 19 de noviembre de 2011

Sábado

Era agradable aferrarse a las sábanas, rodeada por una aureola de calor, sintiendo como el frío se quedaba tras la vidriera, al igual que las gotas de lluvia que golpeaban el cristal.
Se sentía una bien, más si era sábado por la mañana.
Sentía confortable el hecho de no hacer absolutamente nada; no tener que estudiar, hacer deberes o trabajos escolares, sin deber de ayudar en casa. Nada.

Podía disfrutar muchos días de esa sensación, pero en los días de lluvia era más agradable. No sabía por qué, la lluvia tenía un efecto melancólico que le gustaba. Viendo los árboles zarandeándose por el viento. Mirando a lo  lejos, sin ver el horizonte. Viendo sólo una espesa capa blanca, sin saber ella si por niebla o por la sábana clareada, causada por el efecto de las gotas cayendo en cascada.

Con la habitación totalmente a oscuras, exceptuando la ínfima luz que se colaba entre las oquedades de las nubes, rebotando en la corteza y atravesando el cristal humedecido de la ventana. Con su mente divagando por miles de caminos y senderos; por el futuro, por su pasado. Por dos espacios paralelos y diferentes, con el punto de fusión en el presente. En el momento que ahora efectuaba al pensar; entre el de antes, que estaba dormida; entre el de dentro de dos minutos, que estaría con una taza de café caliente entre las manos.

En días así, días que te vacían el cuerpo de preocupaciones y son únicamente de calma; de tranquila divagación por los pasillos de tu casa. Días en los que piensas más que dices; en los que vives sola, por y para ti. Días en los que no sales de la cama, sólo das vueltas una y otra vez, tomando más aperitivos que chinos hay en el mundo, sentándote frente a la ventana y sin parar de hacer bocetos, cansada de las palabras, de las mentiras. Plasmando todo tal como lo ves. Dejando huella de ti en el mundo.

En días así. Días de lluvia.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Cap 2


Matthew estaba viendo nevar por la ventana.
No sabía por qué, no paraban de darle escalofríos. De tener el presentimiento de que pronto vería al arrogante de su hermano y de que, por alguna extraña razón, no iba a ser para que Alfred se pusiera prepotente a decirle qué vida llevaba y a darle envidia.
Él estaba solo allí, al norte de Canadá, disfrutando de unos meses de paz y tranquilidad.
Las ventanas de la casa estaban empañadas, y ni aún al lado de la chimenea conseguías calentarte.
La luz de la hoguera daba un toque hogareño al salón, más realzado por ese ambiente rústico y por el contraste con los azulados tonos del paisaje de fuera.
Matthew no sabía qué hacer, y no hacía nada; pero tampoco sentía que estuviera desperdiciando el tiempo, ni que se estuviera aburriendo. Se sentía bien.
Fue a la cocina y sacó la tostadora. Sacó también un bote de sirope de arce y un cuchillo para repartirlo más equitativamente por la tostada. Introdujo la tostada en la tostadora, y mientras el pan se tostaba recogió las migas que ya se habían desprendido de la pieza.
Al saltar las tostadas sacó un plato y las echó en él; volvió a recoger las migas que otra vez se habían desprendido y cuidó de echar, prácticamente gota por gota, lo justo para que el sirope no sobrepasara la corteza. Expandió un poco el sirope con el cuchillo, cerró el bote y lo guardó. El cuchillo lo echó en el fregadero, creando una anotación mental que decía “límpialo”.
Feliz por no haber manchado nada, se sentó en la mesa de la cocina y comenzó a tomarse su desayuno. No pensaba nada. Estaba totalmente desconectado del universo.
Terminó de comer y se relamió los labios. Adoraba el sirope de arce.
Se levantó, con cuidado de no tirar migajas al suelo, y se movió hasta la papelera, donde las tiró teniendo la misma precaución. Luego echó el plato al fregadero, lo fregó junto al cuchillo, los secó y los guardó.
Y si mirabas por allí nadie habría dicho que se había comido ese pringoso líquido que parecía miel; nadie habría dicho que se había comido nada.
Se fue al salón, se sentó en un aterciopelado sillón morado que hacía conjunto a sus ojos, cogió un libro de la mesa auxiliar de su izquierda y comenzó a leer a la luz de las llamas, ayudado por una lámpara pequeña puesta ahí para ese uso en particular.
Podía pasarse todo el día leyendo, pero no lo hizo. Pensaría demasiado en el libro y rompería esa calma y equilibrio que le permitía no vivir a ratos.
Terminó de leer y decidió ir a ducharse, así evacuaría la historia de la lectura que tanto le enfrascaba en esos días.
Cuando salió del baño había parado de nevar, y aunque gélida era poco para describir la temperatura, se abrigó lo más que pudo tras el aseo y se animó a jugar un poco con la nieve.
Se alejó unos pasos de la casa y buscó un sitio donde sentarse. Decidió hacerlo debajo de un árbol poco al norte de su hogar, para poder apoyar la espalda en el tronco si lo necesitaba.
Empezó a coger nieve lentamente. Cualquiera que lo observara podría decir que no hacía más que leves montones, que hacía pequeños desniveles. Pero no en mucho tiempo consiguió una gran esfera, perfectamente perfilada, que usaría como cuerpo de su muñeco de nieve. Y así procedió para hacer la cabeza; despacio.
Se quedó contemplando su trabajo. Cogió sus lentes y se las colocó a la personificación nevada, y lo mismo hizo con su gorro. Sonrió.
Había hecho algo bueno. O al menos, él veía el muñeco bien.
Cogió las gafas, las limpió un poco con la bufanda que llevaba y se las puso. También le quitó el gorro, aunque decidió no ponérselo, estaba lleno de nieve y no quería empaparse el pelo en ella.
Dio vueltas alrededor del muñeco. Las dos esferas estaban bien. No tenían ninguna curvatura extraña, ni un lado más grande que otro, ni eran desproporcionadas en conjunto. Eran buenas.
Orgulloso, se retiró del muñeco y anduvo un poco por los alrededores, observando la mínima vegetación que crecía por allí, y la poca vida que había.
Iba observando también sus propias huellas; su propio camino. Y cómo un osezno venía robándoselo.
Su primera reacción fue asustarse; pegó un brinco impropio de su tranquilidad. Se alejó un poco, y midió con cautela que la distancia que le separaba del osezno fuera más o menos la misma que llevaba el animal había iniciado de precaución. Pero el osezno lo miró con curiosidad sólo un instante, y rápido se fue por donde había venido, como si no viera nada interesante.
Matthew también se percató de eso. Aunque no igual que lo percibían los demás, que veían en él un joven maniático y cuadriculado, feliz con el orden y las clasificaciones; él simplemente vio que el oso se dio la vuelta, que no le interesaba. Aunque él sí se interesaba por el oso.
Se acercó; se alejó. Miró al oso desde diferentes perspectivas; diferentes puntos de visión. Cuando estuvo preparado se fue de vuelta a casa.

Al llegar se quitó el anorak, algo mojado, y las botas. Se puso en compensación unas zapatillas que bien abrigaban y un jersey. También limpió bien las gafas y, cuando lo hizo, puso a secar toda la ropa mojada creando un tendedero cerca de la chimenea.
Cogió un cuaderno y un bolígrafo, y comenzó a trazar bocetos del oso. Boceto tras boceto. Y ninguno le salía bien.
Líneas rectas, curvas. Sombras, algo complicadas con tinta, figuras sencillas. Se deprimió un poco. Por más despacio que lo hacía, por más cuidadosos que eran los trazos, no conseguía nada.
Se enfadó. Guardó el bolígrafo y el cuaderno, guardó la ropa que ya estaba seca y se guardó en la cama.

Se despertó a las dos de la madrugada, sin estar en paz. Algo le molestaba, y no iba a ser una cosa tan ridícula e insignificante como un fallo de dibujo.
Se levantó, se preparó una taza de leche caliente y salió al porche.
A lo lejos vio una delgada silueta, que ágil a la luz del porche de Matthew se escondió tras unos arbustos, y entre eso, la oscuridad y sus pocas nociones de visión recién levantado, no consiguió más que un leve difumino de la persona.
No tenía rifles en su casa, no era su hermano. No tenía una sola arma. Y le daba miedo acercarse así, sin más. Casi le daba miedo estar en el porche, a pleno blanco de esa materia desconocida, así que se introdujo en casa y se puso muy nervioso.
Empezó a pensar. ¿Había alguien o algo capaz de estar ahí fuera ante esas temperaturas tan bajas? ¿Ante esa helada fría espeluznante? ¿Ante el gélido aire del norte, de ese norte de Canadá? No, claro. Claro que no.
Ni un héroe de antaño aguantaría ahí sin luz ni calor. ¡Ni el mismísimo Yeti!
[…]
Golpearon la puerta. Matthew apagó la luz y se escondió bajo una manta detrás del sofá, levantando algo la cabeza como para ver por la ventana.
Aunque no veía, la luz del porche estaba apagada y esa valiente criatura de los bosques no necesitaba de ella para ver o para evitar padecer el pánico que arrollaba a Matthew.
El individuo golpeó la puerta una vez más. Lógicamente, Matthew no tenía intención de abrir. Unas frías gotas de sudor empezaban a recorrerle la frente y se deslizaban por su cara; su vista daba vueltas y él se mareaba a pesar de no ver nada; sentía cómo la sangre no le llegaba a la cabeza. Su respiración se aceleró en un movimiento arrítmico, intentando inspirar todo el aire que podía porque sentía como si no hubiera una sola partícula de oxígeno en el lugar.
Se deslizó suavemente hasta el cerco de la ventana y asomó la parte superior de la frente, que pronto fue alumbrada con una linterna, haciendo que brillara toda la superficie bañada en sudor y que su corazón explotara.
Se sobresaltó echándose bruscamente hacia atrás, movimiento que se transformó en un gran estrépito cuando tiró un vaso de la mesita, cuya punta se clavó en su costilla. Acto seguido la mano que tiró el vaso pasó a cubrir la superficie que le correspondía al costado a esto que miraba la ventana, el único lugar de donde venía una minúscula porción de luz, reflejada ahora en la pálida cara de su hermano.
Unos instintos preocupantes de asesino le recorrían. Quería coger a Alfred, pegarle, amordazarle y romperle las costillas a base de patadas, siguiendo por dejarlo fuera y que muriera congelado. Pero en lugar de eso decidió dejarle pasar y prepararle un café caliente.

- Toma. - Espetó Matthew – Un café y una manta polar. Abrígate.
- … G-Gracias – musitó Alfred, tiritando.
- …
Nada. ¿Qué haces aquí?
- …
Bueno. – Bebió un sorbo y se echó la manta por encima. – Me apetecía hacerte una visita.
- …
¿Qué? ¿A estas horas? - Matthew no daba crédito. - ¿Tu cerebro se ha congelado por el camino? ¿Lo has derretido para calentarte?
- …
- Pegó otro sorbo, terminando el café y dejándolo encima de la mesa – La verdad, más o menos. Vengo con la idea de quedarme aquí un tiempo. Al menos durante las vacaciones.
- ... Sí. - Matthew tragó saliva, percatándose de la que se le venía encima y recogiendo la taza de café - durante las vacaciones...
Matthew era el menor aunque no se notara demasiado; la bandada de pájaros en la cabeza de Alfred lo impedían. Aunque ahora estaba muy cansado tras esa bajada de tensión como para discutir, así que bajó al sótano, a dormir en su mullida y apacible cama.
Alfred se tumbó en el sofá tapándose bien con la manta que le había dado su hermano, la misma que había usado para esconderse, y comenzó a pensar. Miraba el techo, casi que lo examinaba. Estaba mal pintado y lleno de humedades, aunque tenía un toque divertido, porque podía distinguir en él figuras por las manchas ennegrecidas. Veía tortugas, estrellas, e incluso arco iris si añadía algunos colores a la paleta. La verdad es que no tenía sueño. No estaba acostumbrado a dormir mucho; quizá no estuviera acostumbrado a dormir. Y la oportunidad de distracción y evasión de explorar la casa de su hermano tampoco ayudaban.
Aburrido de mirar el techo se levantó, y se le ocurrió convertirse en espía por un tiempo. Cotilleó en los cajones de la mesita de café, que contenían el boceto del oso del que Alfred no hizo más que reírse; miró a ver si tenía algún libro “interesante” en el estante, aunque no tuvo éxito; encontró un montón de papeles emborronados de tinta en la papelera, y atinó en que su hermano tenía frustración artística; buscó qué comer en la despensa y en la nevera, pero no había nada que a él le gustase.
Casi aburrido de investigar, decidió mirar en los cajones inferiores al mueble de la televisión; allí sólo había cintas de osos polares.
Osos polares y el peligro de extinción”, leía Alfred. “Tierra y capa de Ozono, blancos peludos”. Ya tenían que estar mal los osos polares.
Entre las cintas encontró una que no tenía título y, dispuesto a matar al gato, quiso desvelar su curiosidad.
Encendió el vídeo e introdujo la cinta; encendió el televisor y bajó algo el volumen; se sentó en el sofá y le dio al
play.
Lo que se veía era a su hermano; a un joven de tez blanca y pelo rubiasco roncando, y a una mano algo más bronceada zarandeándole.
Saluda...
Su hermano despertó, dejando a la vista sus ojos morados y bostezó. No tardó en darse cuenta de que le estaban grabando. Se escondió bajo la sábana y empezó a quejarse; que por qué hacía cosas tan absurdas, que cuándo iba a soltar la videocámara, o que para qué quería eso.
La persona que movía la cámara se mosqueó. Decía que no hacía más que gruñir todo el día. Que podría ser un poco más simpático.
... ¿Simpático? Me estás grabando. Sabes cómo odio que me graben; y es con toda la fuerza del alma y conciencia que tengo.”
... ¿Desde tan temprano vas a hablar tan raro?”
...”
Su hermano sonrió, y se fue viendo como alargaba la mano cada vez más hasta que la pantalla del televisor ennegreció.
A los pocos segundos se iluminó otra vez; ahora con la cámara en movimiento.
El paisaje era muy amplio; una inmensa pista de hielo rodeada de frondosos árboles, con vistas de montañas a lo lejos, azuladas por el frío y la distancia, coronadas por un velo nupcial en la cúspide. Lo gris era completamente cielo, apacible y tormentoso, sin un sólo aviador animal.
Se veía a su hermano, patinando sobre el hielo, y vaya que si era torpe; no pasaba más de un minuto entre caída y caída. La persona que grababa no paraba de reírse, y Matthew la miraba con una sonrisa vergonzosa, con una mirada transparente. Y la cámara no paraba de zarandearse de un lado para otro, porque quien grababa patinaba también.
Se veía la cara de Matthew feliz, algo más que de costumbre; se veían facciones nuevas, facciones que su hermano no había apreciado nunca.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Cap. 1.

No sabía qué le pasaba. ¿Por qué hacía ahora todo así? ¿Por qué el repentino histerismo?
Él era muy temperamental. Alfred sabía bien que no podía controlarse a sí mismo; que no podía dominar sus acciones.
Daba vueltas por toda su habitación. Se desplomaba en su cama, rodaba de lado a lado un par de veces, se levantaba. Se acercaba al escritorio, cogía un bolígrafo, lo mordía. Lo soltaba a golpe de madera, suspiraba, se frotaba la frente. Deslizaba los dedos por su nariz, separando las lentes de sus pupilas azules, cerrando los párpados. Se preguntaba, pensaba, no se respondía.
Todo aquel nerviosismo hizo que en pocas repeticiones del ciclo su cuarto acabara como si un ciclón lo hubiera atravesado; y en parte era eso lo que ocurría.
Los armarios abiertos de par en par; vaqueros sin doblar colgando de las puertas; gallumbos que tendría que haber guardado ya en su cajón de la ropa interior, y que ahora estaban desperdigados por el suelo aunque él los hubiera dejado doblados en el escritorio; lápices, mil lápices y estilográficas por todos lados que iba dejando tras los mordía; un colchón con sábanas colgando de él por tanta vuelta; una almohada en el suelo que no paraba de pisar y pisar mientras desordenaba su habitación en un bucle infinito de desesperación.

“Tiene que haber un rastro. Algo.”
Se quitó su querida y adorada chaqueta de aviador, desprendiéndose por un momento de él mismo. La dejó cuidadosamente sobre la silla, ya sepultada entre tanta ropa, y se sentó. En el suelo.
Estaba cansado de Nueva York. Cansado de tanto escaparate, de tanto monopolio. De tan urbano que era. La luz de los anuncios publicitarios en las calles empezaba a marearle, no le gustaba encontrarse una pantalla gigante en mitad de la acera. Estaba empezando a coger quilos a base de comer hamburguesa, le molestaba el ruido de los coches y el vértigo de esos edificios enormes; le molestaba todo en aquella ciudad. Aunque antes adorara las hamburguesas, le parecieran preciosas las luces de los anuncios, sintiera música el son de los claxons y alucinara viendo la ciudad desde tan alto, ahora no hacía más que pensar que quería abandonarlo todo. Algo muy sacrificado para míster América, aunque él lo veía algo necesario. Algo natural, dejarlo todo ahora.
Abrió la ventana y entró una ráfaga de aire, limpiando un poco todo aquel caos del ambiente. Sacó un cigarrillo de un paquete que de milagro había divisado entre las telas, lo encendió y le dio la primera calada.
Aspiró el humo, aspiró toda esa materia repugnante que le sabía a gloria; aspiró el matarratas, el quita esmalte, los productos de limpieza. Aspiró todo lo que pudo aspirar de aquel nocivo pero delicioso manjar de los dioses. Y se asomó por la ventana.
Si miraba a su derecha podía apreciar su bandera de Estados Unidos flameando por la parte exterior de la barandilla, y cómo el callejón en el que vivía se hacía cada vez más ancho. Si miraba a su izquierda veía cómo el callejón se cerraba, y podía divisar perfectamente las siluetas del algunos de sus vecinos. El hombre gordo del sexto sacando una cerveza de la nevera, la mujer del octavo que siempre andaba desnuda por su casa y el anciano del quinto que no hacía más que gritarle a su viejo televisor.
Y podía mirar en cualquier dirección; si miraba abajo estaría el suelo, si miraba arriba estaría el cielo. Pero si miraba al frente el infierno pasaba a ser un paraíso en valores comparativos.
Allí era donde ella había vivido, donde ella le había dejado abandonado. El Cuarto, Cuarto C.
Por equivocación instintiva, desvió la mirada desde la mujer desnuda del octavo hasta el Cuarto C del edifico de enfrente, y entonces expulsó el humo que antes había aspirado con tanto fulgor. Deshaciéndose de él.
Cerró el ojo derecho, y luego el izquierdo. Esperó y, despacio, los volvió a abrir.
Y nada cambió en el eterno parpadeo. Las persianas seguían cerradas, la pared con la pintura cascada, las barandillas oxidadas y los cristales tremendamente sucios.
Y por supuesto, ella no estaría. Pero que eso ya lo sabía Alfred, que eso no le hacía falta estudiarlo ni observarlo. Que ella le venía por guía del instinto, no por el destino, la suerte ni, mucho menos, los milagros. Que no por un parpadeo aparecería. Que aunque lo sabía, cada vez que miraba la vidriera sus ojos reflejaban una textura similar, que de las venas, finas venas de los ojos, se percataba uno fácilmente y que, de alma, no hacía falta nada más que sentirlo.
Porque no la amaba, decía, pero era porque hacerse el duro era su debilidad. Era una hermana, una compañera. Ligeramente sensible, extremadamente atractiva.
Un espectro divino entre las tinieblas.
Podía recordar todos sus movimientos. Sus gestos, esos “tics” que le aparecían de vez en cuando. Sus risas, esas animadas campanas. Sus labios.
Recordaba cómo hace unos meses se asomó a fumar el cigarrillo matutino, igual que ahora hacía, y la encontró con la cabeza apoyada en la baranda de la ventana, con una sonrisa tierna e infantil. Cómo él soltó una bocanada de humo y sonrió sin querer, sintiéndose imbécil.
“-Buenos días, Anglosajón.”, soltó ella de la forma más hombría que pudo hacerlo, y Alfred bufó.
“Ya sabes que no soy anglosajón. Soy americano de pura raza.” Él seguía fumando, y ella se tomaba su taza de cacao en polvo.
“Americano, anglosajón... todos venís de lo mismo. Todos venimos de lo mismo”. Ella terminó su cacao, cerró su ventana, hizo mano de unos vaqueros y una camiseta lisa blanca y bajó a la calle.
Alfred sonreía, plácido. Sabía perfectamente qué venía ahora.
Así que se apresuró a terminarse el cigarro, al cual nada más apagado en el cenicero sonó el timbre.
“Que no llames, que está abierto.”
Entonces ella abría, miraba la puerta alucinada y espetaba un “Estos americanos y sus ganas de poder disparar a alguien por allanamiento de morada”.
Entraba, iba a la despensa y cogía un paquete de patatas fritas. Mientras, Alfred se sentaba en el sofá, encendía el televisor con el mando a distancia y dejaba fluir unas agradables cosquillas por su estómago mientras ella se acurrucaba en él.
Oía el crujir de las patatas, y decía “crisps”. Raoks reía y repetía el sonido, ese “sps” que le parecía simpático.
Entonces se sonrojaban y no veían nada, aunque miraran el televisor; no escuchaban nada, aunque el volumen estuviera al máximo. Se hermetizaban en una burbuja juntos, con no más que patatas, aceitunas y ellos mismos.
Así pasaban la mañana, envueltos entre sus pieles, divagando sobre diferentes temas de conversación, criticando el mundo.
Alfred afirmaba que no estaba de acuerdo con ningún sistema de gobierno, que ahora el capitalismo en Estados Unidos no estaba mal, pero que no le convencía. Raoks objetaba, se enfadaba, se indignaba.
“¿Cómo que el capitalismo no está mal? ¿Pero tú en qué estás pensando?”
Claro que ella era comunista, con una mentalidad ante gobierno propia de países sudamericanos.
Ella se cruzaba de brazos y espetaba que era un egoísta, que qué estúpida forma de pensar tenía. Alfred la imitaba con voz tonta y la rodeaba con el brazo. Raoks intentaba ignorarlo, pero le acababa sonriendo. Sólo entonces empezaban.
Ella se inclinaba sobre él, alargaba una mano y le acariciaba el cuello. Él aguantaba el escalofrío, la inclinaba más hacia él y la besaba. Ella le arrastraba hacia el cuarto, donde se encerraban durante todo el tiempo que podían.
“... Tengo hambre.”, decía ella. Y sólo entonces terminaban.
Salían de la pequeña habitación, encendían el horno e introducían una pizza de la sección de congelados del supermercado, discutiendo sobre los sabores de sus pizzas favoritas mientras esta se cocinaba.
El pitido del horno les hacía callar, y ante el silencio sus respectivas tripas rugían por sacar la deliciosa pizza de ahí.
Cogían una bandeja, servían ahí la pizza y se sentaban en mitad del suelo del salón a comer, sin decir palabra. Hasta que quedaba sólo un trozo de pizza y empezaban a reñir.
“Yo sólo he comido tres trozos. Tú has comido cuatro.” Decía ella, con el último trozo en la mano.
“Yo soy el doble que tú.” Decía él, intentando alcanzarla.
“... Me da igual.” Y daba el primer mordisco, llevándose medio trozo a la boca.
“... Ya verás”. Alfred se tiraba encima de la bandeja y se arrastraba hasta llegar a Raoks, mientras ella tragaba. Y dio otro mordisco, terminando la disputa.


Entonces le empezaron a avisar las tripas de que echara algo ahí dentro. Apagó el cigarrillo, echó una última visualización al paisaje, cerró la ventana y se dirigió a la cocina. Almorzaría un bol de cereales... o algo.

martes, 2 de agosto de 2011

Imaginación.

La vida no son más que contradicciones ordenadas en el tiempo, tal como notas musicales de canción. Ruidos uno tras de otro, forman una paradoja incomprensible. Más paradójica que nunca si tienes suficiente memoria. ¿Para qué?
Para recordar.
Siempre eres tú; no puedes ser otro, por mucho que intentes esconderte. Al final siempre se descubre, y eso está claro. Pero, ¿por qué, si siempre eres tú, eres tan diferente? A veces actúas contrariando tus propios ideales, simplemente por el placer del momento, la diversidad de las ocasiones, la gente implicada, las diversiones y compañías... Por la subjetividad del caso, sea cual sea. Haces lo que quieres y como quieres, con toda la relatividad que conlleva. ¡Pero te da igual! Que la vida hay que vivirla, dices. Sí, vívela. Los demás no tenemos derecho a hacer lo que tú, a no preocuparnos de nada. Nosotros tenemos que recoger toda la preocupación que tú dejas por ahí, toda tu preocupación es nuestra. Volcándola hacia ti. Resguardándote. Intentando darte protección. Sí. Soberana estupidez. ¡Qué le vamos a hacer! La protección es el sentimiento que sale hacia el amor, el cariño. Lo que adoras siempre quieres que perdure lo mayor posible, lo mejor posible. Y sí, te adoro.
Tú vas caminando por la cuerda floja, sin miedo, lanzándote; si tienes que caer caerás, pero no lo vas a hacer.
 Sé lo que merezco yo, o al menos lo que no merezco. No te merezco a ti, sé. Tampoco merezco esto, aunque al contrario que por ti, no lo merezco porque es demasiado sufrimiento. Tú eres demasiado genial. Yo soy un punto intermedio entre tú y tus consecuencias. Quiero sentir que soy ese punto, ese punto que adoras y en el que todo va bien; el camino. Al fin y al cabo, es con lo que te quedas. Las consecuencias son tus huellas, el reto tu destino, tú el peregrino y yo tu caminar. Quiero sentir que soy tu mañana, tu adelante. Quiero pensar que soy tu futuro, o al menos tu marcha. Tu guía. Quiero pensar, porque quiero tantas cosas...
¡Todas, todas por ti! Quiero que no me des nada, no busco eso. Ni si quiera busco una muestra de afecto, un "te echo de menos", un "tú" cariñoso, de esos que tantos me das. No busco nada. Sólo busco tu felicidad, criatura del mundo; bicho de los bosques. Sólo quiero tu felicidad. Lo demás es secundario. Sólo pienso tu felicidad... algo hipócrita por mi parte decirlo, porque sé que también pienso en la mía, en cómo me la das. No sé a lo que juego. No sé a lo que vivo.
Eres como una pequeña parte de mí que ha evolucionado, que ahora me sigue a todas partes; como mi sombra. Eres como una mariposa que revolotea, normalmente por mi estómago. Produces una agradable sensación, un cosquilleo, aunque a veces el cosquilleo es tan tremendo que te entran escalofríos, como corrientes eléctricas. Supongo que son las chispas que desprendes, la locura no es tan buena. Bueno, la tuya sí. Es la mía la que me hace sentirte así...
Y es que no sé hasta qué punto es bueno enamorarse, pero cuando es de las propia imaginación, la cosa se convierte realmente en una locura; en un genial manicomio de corrientes de aire, visiones y palabras que nunca se dijeron. Tus miradas y tus locuras quedan en mi mente, cerradas, para siempre, nadie es capaz de verlas. Nadie es capaz de verte.
Pero yo te veo; te veré incluso cuando mis ojos se cieguen por el paso de los años, si es que lo hacen. Te veré siempre, en mi razón y corazón; en mi memoria.
Te veré siempre.

viernes, 24 de junio de 2011

Vida, natural y nocturna.

Eran las 07:02, acababa de despertar de una pesadilla.
No voy a decir que sea por tu culpa, creo que queda bastante claro entre líneas.
Tú, con tu magnífica maliciosa sonrisa; esos ojos rojos que se introducen en tu cuerpo, quedándose entre pecho y espalda, provocando una agonía indescriptible en tu interior; tu nariz, perfecta, de esas en las que no te cansas de deslizar el dedo; tus labios, rojo carmín, prominentes, atraías a cualquier hombre, excepto a los invidentes, que quedarían atrapados por tu melodiosa voz.
Yo, presa en mi vida, vagabundeando, yendo tras de ti; de tus armoniosas medidas, de tus perfectos perfiles y maravillosas caricias, esperando llegar a mi objetivo. A veces me guiñabas, y yo enrojecía, sin poder contener las ruborizaciones de mis abultados mofletes, sumergida en mis propias fantasías, que eran mías, sí, pero no voy a quitarte el logro de producírmelas.
Algunos paseos por el parque, interminables y aburridos para ti, pero para mí inmensamente felices. Días de playa, veraniegos y no tan veraniegos, por el placer de pasar un rato contigo entre mi fuente de inspiración, en invierno con olas azotando las conchas de la playa, en verano con una macrosaturación a base del gentío y el sol quemando tu piel, que no bronceándola, no; tú y tu perfecta piel pálida, sin una minúscula manchita. Tu pelo al viento, tampoco celestial, sinceramente. Tu pelo no era muy agraciado, lo sabes bien, y siempre intentabas ocultarlo. Largas coletas, trillones de pinzas y pasadores, rizos, tirabuzones, alisado, tintes... de todo, con tal de ocultar tu naturaleza y parecer un tesoro intocable, que no era intocable, aunque para mí sí, y lo más cerca de tocarlo que estaría sería en mis sueños; dulces y deliciosas fantasías, donde no hacía más que complementarte. Sin embargo, todos los hombres deslizaban cada día su piel por la tuya, placenteros, mientras otros miraban tras la celosía. Tu vida tampoco era diferente; de flor en flor, pétalo en pétalo y cáliz en cáliz, no parabas de mariposear. No, nunca te dije lo que sentía. ¿Para qué? No ibas más que a reprochármelo, decirme que no era lo correcto, que ni si quiera era sano; que no debía y no podía, por más que quería y deseaba.
Para mí es no más que una tortura el sentimiento, aunque he de decir que sólo en mi soledad; contigo es un dulce capricho.
Que no porque me lo hayas hecho pasar mal te guardo un rencor infinito, no, ya me deberías conocer, no soy tan vengativa. Sólo es que hubiera necesitado que durara más tiempo, un tiempo sin fin, o que nunca hubiera comenzado. Pero... Bueno, a lo hecho pecho.
Mi intención no es producir tristeza a quien lea esto, ni tampoco producirte arrepentimiento a ti, aunque ya sé que es imposible. Sólo busco liberarme, expresarme, entenderme... y qué mejor que hacerlo así, ¿no?
No sé qué ha sido de ti, de tu vida. No sé cuántos corazones vas a ir rompiendo por ahí, ni los que has roto tras de mí, sólo conozco las cicatrices imborrables de tus besos en mi moteada piel, besos no más que amistosos y... ¡santo cielo, si no los anhelaba más que despertar cada mañana! Las películas de recuerdos que ansio repetir, como una rata acudiendo a su trampa quesera; masoquista.
A veces me vienen corrientes; verdaderas fuentes de agua gráfica, que me hacen sentir pequeña en el gran mundo; me hacen sentir una imbécil. ¿Tú, yo? ¡No! Yo ya sabía que no, desde el principio que lo supe bien, pero claro, estas cosas no se evitan, no se pueden evitar, ya lo intenté. No hacen más que prolongar la obsesión, hacerla más fuerte y consistente; invencible.
No te he conseguido olvidar, ni lo haré. Tampoco es que tenga un interés especial en hacerlo, has sido mi vida y la quiero entera para mí.
Aunque ahora no hago más que llorar, lastimarme en recuerdos y formar auténticas piscinas en mi casa, sé que lo superaré, y no olvidándote, sino aceptándolo. Mi vida no es tan mala, tengo una casa decente, céntrica, en el pleno corazón Cordobés. Tengo un bonito patio verde, con flores de colores, un ático con celosías, y unas vistas espectaculares. Los atardeceres parecen congelar el tiempo, iluminado mi casa con dorados rayos, que por momentos, momentos instantáneos, me hacen olvidar tu penetrante mirada. Las noches no están mal tampoco, el murmullo Cordobés alegra a cualquiera. A veces yo también salgo, buscando algo de comprensión en algún pub o bar, o intentando verte, pero todavía no he encontrado nada.
Ya mentado, no quiero que te sientas mal, sólo quiero que veas cómo avanzo, más bien para quitarte un peso de encima, si aún te preocupas por mí. No lo hagas más, no tienes necesidad. Yo estoy bien, o es lo que intento y espero, y poco a poco voy progresando. Quiero saber de ti, aún tengo la esperanza de que nos volvamos a encontrar.

Te quiero, y soportándolo.

                                                                                                    ~Luca.

martes, 21 de junio de 2011

Aburrimiento.

Últimamente, siento cómo mis horas se consumen sin sacar algo de provecho en ellas.
Veo cómo los niños de la calle juegan, cómo el sol azota en sus coloradas y sudadas pieles, provocándoles un tono dorado con la luz del atardecer. Percibo cómo la alegría y actividad infantil alumbra la calle del juego, cómo me gustaría jugar con ellos.
Mientras yo estoy aquí, reclinado en un sofá, viendo programas inútiles para consumir mi vida, me siento imbécil. Atolondrado, dejando que mi cerebro se apague y que el vaguerío consuma mi cuerpo, dejándole a mi vida un sofá como recuerdo...
Pero... no me quiero levantar. La pereza consume cada célula de mi cuerpo, dejándome muerto en vida.
Mientras, tú, eres vida en muerte. Alegras a todos con tu vitalidad enérgica, dejandome a mí en la más inmensa sombra por mi flacidez.
Lo mejor es que me da igual, siento como mi vida se va, y no quiero ponerle remedio. Así estoy demasiado cómodo.
El aburrimiento no es más que el sentimiento que hace que la humanidad avance; que la gente haga cosas, que se creen cosas, que se sientan cosas...
El aburrimiento es el sentimiento que más nos controla; que nos hace perezosos o activos, depende de la pasividad del sujeto.
Yo, activo en la pasividad, me aburro, y tengo miedo de convertirme en una escoria por el peligroso control que ejerce el sentimiento...
Aunque me da igual...

domingo, 12 de junio de 2011

Verano

Hoy, al levantarme, he sentido más calidez en el clima que en los últimos meses.
He sentido el sol mañanero surgir de las montañas y, con cada uno de sus millones y minuciosos rayos de luz, despertar las casas del pueblo.
Hace un tiempo espléndido; con un cielo uniforme, totalmente homogéneo, celeste, como pintado por un niño de cinco años en un gran plano; con un sol cegándome a conciencia, un sol mágico con todos los colores en cada uno de sus rayos; con la ausencia total de nubes, a las que le podría haber dado forma; con un increíble mar, pasos hacia delante, como vista principal del porche.
De pronto, como quien no quiere la cosa, empecé a bajar los escalones, encontrándome por sorpresa una carta, dentro de una botella, haciéndome sentir como un náufrago:

Si lo lees, es que al fin te has lanzado. Hace tiempo que acabó el otoño; invierno pasó, con su neblina, dejándonos la alegría de la primavera; y ahora toca el fin de ésta, que te pone en contacto con tu mar; el verano.
Me alegra enormemente que hayas bajado esos peldaños, que te hayas decidido a afrontarlo; el tiempo pasa, y no por ello debes estar más triste. Cuando envejezcas, serás feliz por lo vivido, y la melancolía te recorrerá por dentro, por haber perdido lo hecho, sí, pero tendrás una genial experiencia, y una vida en plenitud. ¿No?
Vive, a pesar de que con el verano debas perder ciertas compañías y privilegios; vive, aunque tengas que sortear los obstáculos y miedos; lánzate, puedes hacerlo.

Gracias, gracias mil por lo que vas a hacer, por lo feliz que me hace pensar que vas a seguir tu camino, feliz, con dichas y desgracias; con el equilibrio que, al fin y al cabo, es la sustancia de la vida. Recuerda: si fuéramos perfectos, el aburrimiento y la monotonía devorarían nuestra existencia sin demora.
Tú no eres perfecta; eres justamente el equilibrio que ando buscando, la paz y armonía que la sociedad es incapaz de conseguir, eres el brillo que nos hace falta; no te apagues.


Cada letra hacía más fácil el hecho, más normal y cómodo, me hacían más feliz. Me hicieron sentirme especial, y... se lo agradezco, sí.
Caminé, firmemente por la arena, sintiendo ese como un día cualquiera, y metida en mi universo... ¿por qué hay que tener tiempo, si es tu mundo? No, ni hablar. No iba a estar sometida a las decisiones externas, aunque influyeran en mi vida real. Serían las mejores posibles, sí, pero mi mundo siempre quedaría ahí para refugiarme.
Llegué a la orilla, y me senté, todavía en camisón, que se llenó de barro y salitre.
Había miles de conchas, de todos los colores, e incluso vi algunos pececitos nadando por la orilla; libres.
Ha llegado el verano y, por mucho que esto me entristezca, hay que vivir, con pérdidas o sin ellas, feliz, disfrutando de lo que tienes, y luchando por hacerte un hueco en determinada sociedad; que la gente escuche tus ideas, no te hundas en el infinito océano del fracaso; que no es fracaso quien no logra lo que quiere, sino quien se da por vencido a la hora de lograrlo.

Personas a las que la llegada del verano les deprima, no hacedlo este año. Puede que el aburrimiento y la soledad te hagan delirar, pero fíjate en la gente que disfruta del verano. ¿No quieres ser tú uno de ellos? He dado muchas vueltas a lo largo del texto, aparentemente imbéciles, pero espero que con muchos mensajes positivos. (O a lo mejor el verano me está haciendo delirar)

sábado, 11 de junio de 2011

Simplemente, tú.

A veces, cuando ríes o lloras, siento que el mundo es tuyo.
Sinceramente, hace tiempo que sé que me controlas, asumido está. Pero, al principio, no sabía que podrías llegar a influir tanto en mí.
Un simple cambio, que desembocó en esto, un sentimiento sencillo e importante, como la vida misma.
Las primeras conversaciones, las primeras bromas y complicidades, los secretos, poco después, y por último, la unificación en un sólo ser.
Eres de esas personas a las que, cuanto más se las conoce, más se las quiere; de compras, confidencias, ilusiones, depresiones, alegrías, o lo que sea, no dejas de sorprenderme con tu genialidad.
Recuerdo esas tardes que tú y yo pasábamos juntas, y pasamos todavía, molestas al separarnos: a veces, estudiando, otras, simplemente por diversión.
Sé como complementas cada minuto de mi vida, cómo me haces sonreír con dos o tres palabras, y cómo haces que la felicidad aflore entre las penas.
Soy consciente de lo que te aprecio, de lo importante que eres para mí, y de que siempre, de cualquiera de las formas, estarás presente en mí.
Puede resultarte exagerado, o precipitado quizá esta Oda a nuestra amistad, pero es realmente así como me siento.
Y sé que quedan muchos momentos, sí, como por ejemplo, el verano, con el sol azotando los diminutos granos de arena, pequeñas piedrecitas empeñadas en freír nuestros descalzos pies; con el mar, gélido tras la horneada, aburridas, riendo por flojera...
El próximo curso también, con sus horas muertas de música, las críticas a ciertas víboras (totalmente despectivo) , leyendo esos libros que tanto odio que leas en horas de clase; con su inglés, rellenando la agenda, supuestamente "laboral", de conversaciones infinitas; o las horas de lengua, que si son iguales que las de este año, no precisan de descripción, tú ya las entiendes.

Podría continuar hasta el infinito, lo sabes, pero para qué repasar infinitamente la "molonguería" de tus actos (no confundas con mongolería), si ya sabes que me parecen maravillosos, increíbles e impresionantes; si ya sabes lo que opino de ti, que eres una maravillosísima persona, que te adoro, y que vales más que cualquier cosa...

Con sinceridad, humildad y totalidad de las palabras, para ti; tú eres tu propio tesoro, no te pierdas.

martes, 24 de mayo de 2011

Presentación.

Bueno, no soy una especialista en blogs (con eso quiero decir que soy negada; es el primero que hago).
Pero, en unas de mis abundantes tardes aburridas, se me ocurrió hacer uno, y contar (como ya he dicho, si me aburro) mi percepción de las cosas.  Es... como un blog de actualidad, escrito por una psicóloga loca y masoquista.

¡Que lo disfrutéis! O por lo menos, echaros unas risas.