sábado, 5 de mayo de 2012

Cap 4


Venga...

Su párpado superior se separó levemente de su párpado inferior, y el ojo derecho dejó una rendija de proporciones suficientes para que viera un piloto rojo y un gran objetivo de videocámara enfocándole.
Qué haces...”
El chico de ojos nórdicos se remetió entre las sábanas, se tapó la cara, le dio la espalda a la cámara, y volvió a cerrar los ojos. Pero cuando los abrió estaban grabándole, exactamente igual que antes al otro lado de la cama.
Entonces puso la mano tapando el objetivo de la cámara, replicándole a Claire.
Ella apagó la cámara, se tumbó en la cama a su lado y se quedó mirando al techo.
Matt volvió a quedarse dormido, y Claire le cogió de la mano cuando él ya no se daba cuenta. Pensó que era un estúpido y adorable testarudo, alguien gracioso sin gracia, sin querer perpetuarse en ningún vídeo; en ninguna imagen más que en la memoria personal de cada uno.
Se acurrucó, acercándose a él, percibiendo el leve y buen olor a champú que desprendían los cabellos de trigo, cerrando los ojos y abriéndose el camisón por el cálido abrazo.
Repasó, visualizando en el párpado cerrado la imagen, la llegada a la casa la noche anterior.
Iban conduciendo a oscuras, con una mísera luz de los faros del coche, cual era viejo y roído, blanco, le chirriaban las llantas y llevaba una bombilla tintineando.
Ella iba con las manos aferradas al sillón, con miedo de que el coche pinchara, porque no paraba de pegar botes a causa de los baches del camino. De vez en cuando miraba a Matt, que iba algo despeinado y no paraba de ajustarse las gafas, de acercárselas al ojo, ya que se le iban deslizando hacia abajo a cada desnivel. Claire no paraba de pensar. “No sé por qué le gusta tanto el clima frío y nevado de por aquí...”
Sin embargo Matt disfrutaba viendo las cimas nevadas y el paisaje copioso de aquel lugar; le gustaba el hielo, el frío, el aire gélido de la mañana, el efecto del sol, el tono azulado de las montañas, los cristales de la ventana empañados y el contraste cálido, hogareño y familiar de una hoguera, centelleando en la chimenea.
Él había pensado que sería un conjunto ideal para unas vacaciones, aunque Claire pensara más en las vacaciones calurosas y playeras, de fina arena blanca y agua cristalina. Pero Matt era de montaña, frío como los copos de nieve y cálido como la hoguera, paradójicamente él.
Tomaron algunas curvas muy cerradas, pero no tardaron mucho en llegar a la cabaña desde donde estaban.
Una vez allí, Matt se echó aire caliente a las manos, las frotó con los guantes puestos y abrió la puerta. Fue al maletero, y empezó a sacar maletas y maletas. Cinco, por lo menos.
Mientras, Claire le miraba por el retrovisor. A ella no le había mandado nada, y tampoco sabía qué hacer, así que se quedó en el incómodo asiento del automóvil, clavándose los muelles y despegando suavemente con el dedo el cuero del colchón de gomaespuma, levantándolo y volviéndolo a colocar en su sitio. Hasta que escuchó un grito de su nombre. “Claire”.
Matt iba cargado con cinco maletas y dos mochilas de viaje, así que no podía cerrar el maletero del coche. Y no iba a arriesgarse a que un lindo y amable oso se metiera dentro.
Claire bajó del coche, se estremeció del frío y miró a Matt. Visualizó y comprendió que quería, así que complació la necesidad del cierre del maletero. También pensó que le vendría bien una ayuda en la carga de maletas, así fueron ambos hacia la casa, Claire siguiendo las huellas que Matt y el equipaje sembraban al paso arrítmico de él, porque no veía más allá de metro y medio de distancia.
Ella llevaba una bufanda negra, escoltada por un abrigo largo gris, cortado a la altura de las rodillas, hasta las cuales llegaban unas botas polares negras. Ella llevaba el pelo suelto, lacio con leves tirabuzones en algunos puntos, dejándolos caer como enredaderas hasta la altura de los riñones. Allá más de distancia su conjunto se apreciaba como una esbelta silueta de una dama de la noche, envuelta en la nieve gris y las estrellas de Láctea.
Porque ahí si se impresionó Claire, nada más mirar hacia arriba. Era un cielo de agua, miles de reflejos blancos y brillantes entre el profundo, oscuro océano. Un camino de diamantes, un sendero de regalos para la vista y la emoción. Migas de pan desperdigadas artísticamente por el camino.
Tardaron poco más de dos minutos en llegar a la casa, desde la cual apena se apreciaban los faros del coche que seguían encendidos, porque la capa de aire gélido era tal que casi podías palparlo, arrancar un trozo y cargarlo a tu espalda para llevarlo.
Matt dejó todas las maletas en el porche y fue al coche para quitarle las luces y apagar el motor, que dios sabría por qué se lo habían dejado encendido, mientras Claire se sentó en los escalones.
No había más que peldaños de madera y una mísera luz a la que acudían todos los insectos con necesidad, como uno acude al hogar ante el miedo del futuro, o se refugia en el pasado ante el momento del presente, por el frío.
Poco tardó en llegar Matt, al que casi se le olvidó lo bronceada que estaba Claire tras una semana en altas montañas, que allí le pegaba mucho el sol, grabando vídeos a más no poder. Aunque él no se había bronceado lo más mínimo, era tan blanco que parecía transparente.
Costó lo suyo hacer entrar la llave para abrir la puerta de la casa, la cerradura era algo vieja y tenía pequeñas secciones congeladas, como pistas de patinaje para hormigas.
Entraron y Claire, yerta, dejó las dos mochilas que cargaba en la mesa y se quedó mirando a Matt, como para que hiciera algo; quería decirle “enciende la chimenea” o “¿y la bañera?”, pero pensó que con mirarle estaría bien.
- Bueno... ¿qué te parece? - Dijo Matt, sonriendo ilusionado.
- E-Est-tá B-Bien, m-me gust-ta. - Dijo Claire, intentando parecer entusiasmada siendo abatida por tirites.
- ¡Oh! Espera, te traeré una manta. - Bajó unas escaleras, a la planta subterránea.

Claire miró la casa, había respondido a Matthew casi sin saber. Aunque quería creer que era bonita, por eso respondió en automático. Al fin y al cabo, la fe no tiene fundamento.
Pero empezó a evaluar la decoración: nada más entrar, lo que encontrabas frente a la puerta era, aunque a unos seis metros, las escaleras que había tomado Matt para bajar, y encima de estas las que eran para subir. A la derecha de la puerta había un sofá verde oscuro, con una sábana de estampado rústico por encima, un sillón morado de terciopelo al lado del sofá, una mesita de apoyo al lado del sillón y un televisor de pantalla plana pegado a la pared lateral, justo enfrente del sofá. A la derecha del televisor estaba la estantería, pegada a la pared de la puerta de entrada. A la derecha de las escaleras, que estaban casi en el centro de la estancia, estaba la cocina. No había muro de separación, ni puerta, nada que dividiera la sala. Había una mesita en medio, y una encimera que cubría casi toda la pared derecha, exceptuando el espacio de la nevera, hasta un tabique que le frenaba el paso, para dejar hueco al salón. A la izquierda de las escaleras había una habitación pequeña, supuso ella que sería el baño.
Faltaba el dormitorio, que Matthew le había comentado que estaba abajo, y que por eso había ido a buscar la manta allí. ¿Y la planta de arriba para qué?
Llegó Matt, con una manta. Claire se sentó en el sofá verde, envuelta, y encendió la televisión. No sintonizaba ningún canal.
Matthew le preparó una taza de leche caliente, y se la dio. Ella se lo agradeció con un beso en la mejilla y le preguntó por qué no funcionaba el televisor. Matt fue, miró la conexión de la antena, y como no vio ningún problema, hizo lo que hacemos todos: quitamos y ponemos la antena y los conectores varias veces, hasta que funcione. Y funciona.
Así tras dejar a Claire cómoda, Matthew sonrió. Le agradaba la idea de que ella pudiera disfrutar de su casa, ya que él, aunque le encantara, no le daba uso apenas. Desde que Alfred se fue, había disfrutado sobremanera de su soledad, pero sentía que no aprovechaba la casa maravillosa que tenía, que eso se aprovechaba con buena compañía. Alfred no era buena compañía, nunca le había llamado para ir allí. Pero Claire sí le gustaba.