sábado, 4 de octubre de 2014

27S

Llovía.
El cielo negro, el sonido de las gotas cayendo, el olor a tierra mojada. Tiene cierto encanto melancólico. Después de una mala racha, siempre llega un domingo lluvioso que te recuerda lo bonita que es la vida.
Llovía, y ella estaba entre sus brazos. Sentía calor en el pecho y su mente era un océano llano y tranquilo.
No sabia si él sería su futuro, pero habría vendido su alma por permanecer atrapada siempre en ese momento: Con la cabeza apoyada en su pecho, ella podía oír perfectamente el latido de su corazón. Y pensó muchas cosas en esos segundos.
Pensó que nunca había querido tanto a nadie. Que nunca se había abierto tanto con nadie. Él era la persona con la que más compartía, a la que le contaba sus frustraciones diarias, sus proyectos, sus opiniones. Aquel que conocía sus defectos porque ella misma se los había dicho, y sabía llevarlos. Aquel al que daba lo mejor y lo peor que tenía.
Él estaba vivo. Eso decía el compás que ella no paraba de oír con la sonrisa encajada entre mejilla y mejilla. Estaba a su lado. Tan cerca que era capaz de sincronizar sus respiraciones.
Era feliz. Sabía que sólo era una tarde, apenas un par de horas, pero en ese tiempo no tendría nada que hacer mas que estar ahí, con él, sintiéndole vivir.
Por más que lo pensara, nunca lograba entender cómo había pasado todo. Estaba acostumbrada a no tener nada, porque nunca lograba dar ningún paso para ello. Nunca antes había estado tan cerca de nadie. Porque nunca antes había querido así, se decía. Y era cierto, pero probablemente esa no era la razón. A él tampoco lo había querido así desde el principio. Ella sólo notó que le gustaba escucharle hablar. Y en algún momento cayó la ficha de dominó que había provocado el efecto mariposa.
Un efecto mariposa precioso, en el que estaba sumergida en ese momento. Ella no puede calcular las dimensiones del efecto, ni su duración, ni su final. No sabe nada. Sólo puede ir notando como van cayendo las fichas.
La primera mirada que se echaron. Las primeras palabras que intercambiaron. Lo primero que pensaron el uno del otro. Las primeras conversaciones. La primera vez que buscó ponerse a su lado en el metro. La primera noche que subió a su habitación. Las primeras risas que se echaron juntos. La primera conexión, el primer abrazo, la primera vez que la cogió en brazos. La primera canción que escucharon juntos, el primer baile. La primera cita. El primer beso. El primer te quiero. Y ya tenemos una fecha de aniversario.
Un mes.
Dos.
Tres.
Cuatro.
Cinco.
Y allí tocaba el presente. En el camino hacia los seis. Si miraba hacia atrás, llevaba muchas fichas derribadas. Y lo que hacía era soñar con que eso no era ni una centésima parte de lo que le quedaba por sentir envuelta en los latidos de aquel corazón, porque no había ninguna luz que iluminara tanto un día de lluvia como la chispa que le salía a ella de los ojos cuando lo miraba, ni manta que abriguara tanto como cuando comparten un abrazo. No hay nada que pudiera mejorar la forma en la que la lluvia cayendo les refugiaba de los demás. Porque no había nadie en la calle, y ellos estaban bajo techo.
No pudo contenerse y un te quiero se escapó de sus labios. Se le escapó por todos estos pensamientos, y porque llega un momento en el que explotas, porque ya no puedes contener más dentro de ti. Entonces separó la cara de su pecho, y le miró. Juntaron los labios. Y explotaron. Y ella empezó a sentir cómo le pasaba la mano por la cintura, cómo le colocaba el pelo detrás de la oreja, mientras que la mano de la cintura ya empezaba a ir por el vientre, y ella escondía los labios en su cuello, y le acariciaba el pelo, y todo era un hilo liándose y desliándose en una especie de baile, un poco arrítmico visto desde fuera, y se aceleraba, y se aceleraba, y paraban y se miraban, y descansaban, y luego con un roce volvían a empezar, porque era demasiado amor como para contenerlo dentro, porque se querían demasiado para lo que debían quererse, porque no eran mayores todavía, pero ya tampoco eran niños.
En uno de los cruces de miradas, un relámpago iluminó los pensamientos de la chica.
"Qué sería de la lluvia, la pobre, si no existiera el amor."

jueves, 1 de mayo de 2014

23 M

A lo mejor sí. A lo mejor es todo lo que sospechamos, lo que dicta la intuición.
Tampoco hay que ser idealista, si al comienzo el sentimiento fluye en ambos sentidos ya es toda una proeza.
Y yo no sé qué ha pasado, que entre chispa y fósforo ya no tengo lo mismo que solía tener. No queda ni un resquicio de la tranquilidad, ni un hueco en blanco en mis pensamientos, y podía sentir revolotear a las mariposas dentro de mí. Creo que nunca las he visto tan hambrientas.
Me puse la capucha y volví de aquel día con media concentración, dejando la mitad de mi consciencia atrapada en aquella tarde.
Dejarse caer suele estar bien, pero esta vez mejor dejarse llevar.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Odio

Da igual el tiempo que pase. El reencuentro siempre llega. Y ha sido como siempre: el mismo nerviosismo, las mismas sonrisas, la misma atención, los mismos sentimientos concebidos y la comprensión en el silencio.
Chocamos unos segundos, y fue una ilusión al comienzo que nunca empezó. No sé por qué, al final todo lo importante de la vida se reencarna en los pequeños detalles, en lo más corto y breve, en lo simple.
Cuando pienso en frío, el amor me cansa. Es un dolor que te encuentra en la felicidad, algo que cuesta más superar que vivir: un problema para el futuro.
Y sin embargo aquí me veo, buscando su mano entre las sábanas vacías, sonriendo al recuerdo de su sonrisa, suspirando su amabilidad y dedicación, porque son verdaderas. Huyo del amor, y este me prepara el destino.
No soy capaz de verlo ahora, pero me convenzo de que esto será dolor, tendrá su final amargo y su desgarro al corazón. Pero la tenacidad con que me empeñe en verlo da igual, porque ya me ha ganado.
Lo amo, y por eso odio el amor.

viernes, 5 de abril de 2013

Haciendo Memoria.

Haciendo memoria, no sé ni dónde apareciste.
Hoy estuve merendado, un pan untado en crema de chocolate y avellanas con un vaso de leche de acompañamiento, y empecé a dar giros y tomar cruces por los senderos de mi pensar, como siempre hago a esa hora.
Últimamente me vienes mucho a la cabeza, y eso me hace estar en un estado de alerta constante en lo que a los recuerdos se refiere. ¿Y sabes qué? Empecé a pensar en el recuerdo más antiguo que tengo sobre ti.
Me da la sensación de que siempre has estado ahí, de que por más que retrocedo me has acompañado desde el principio. Eres algo así como el rock, a estas alturas no sé cuándo, dónde ni cómo entraste en mi vida, si planeas salir o si me acompañarás hasta el final.
Tengo recuerdos infantiles, viajes en coche con mi madre, a Madrid, a Cádiz, con un ya pasado Mick Jagger de fondo, hablando en lo que entonces yo no entendía. Y sé que ahí ya te conocía, incluso puedo recordar que llevabas tiempo conmigo. Recuerdo alguna felicidad en mi interior, de esa sonrisa que te saca el jugar con tu padre a volar cuando tienes seis años. Y que ahí también estabas tú, que en esa época ya se establece tu recuerdo.
Un poco más mayor, recuerdo que me iniciaste a jugar al fútbol. En realidad, estaba acostumbrada a seguirte, y cuando empezaste a ser un "chico" y yo empecé a ser una "chica", me desorienté. ¿Qué era eso del fútbol? ¿Por qué de pronto te parecía mejor invento que los cromos o la comba a la que solíamos jugar? ¿Por qué los demás niños no me pasaban la pelota? Cuando crecí un poco lo comprendí. Y por suerte, sabía jugar mejor que algunos, así que podría seguir haciéndome un hueco entre las costumbres para estar en tu compañía.
Luego llegó el instituto, y teníamos que cambiar, que dejar de ser nosotros mismos para ser adolescentes. Fue una época extraña, nos distanciamos, incluso me hice a la vida sin ti, aunque fuera sin querer. Tú jugabas a encender unos pitillos y envolverte en gomina, y yo a bajar a escondidas por la ventana y subirme la falda del vestido. Un día, también sin entender cómo, volvimos a la normalidad. Como quien redescubre una vieja canción, pero disfruta con ella más que la primera vez porque ya se sabe la letra.
Entonces jugamos otra vez, un poco a hacernos carantoñas y un poco a hacernos los duros, a ignorarnos y juntar nuestras narices. Yo comía hojas de lechuga acompañadas con atún y café, mucho café. Estudiaba todo el día. Tú me enviabas un mensaje, yo te decía que no podíamos salir ese día. Entonces sonaba el timbre de la puerta, y yo tenía que desenmarañar ese moño de estudio y esmerarme en vestirme, para que tú me despeinaras y me desvistieras. Para que despejaras esa cabeza, llena de nubes.
Y luego a la universidad, abandonarnos sin dolor e intentar hacer nuevos amigos. Llamarnos en fin de año, cumpleaños, quedar un par de veces en verano para ir a la playa y otra para cenar, contarnos qué tal nos iba en la distancia. Sabiendo que uno formaba parte del otro, que uno no podía salir del otro. Que recordaríamos cada uno la mirada del otro, hasta tener la oportunidad de volver a verla. Que recordaríamos nuestras sonrisas, cómo yo me echaba el pelo hacia atrás mientras tú me contabas qué maravillosa era esa chica, y yo te decía que todos eran unos imbéciles, inmaduros. Que estaba cansada de esperar.
El tiempo pasa. Tengo un trabajo, manejaba mi media vida perfectamente, ya lejos de ti. Tú tienes tu media vida allí, con eso, con esa, con tu casa y tu viejo regalo de cumpleaños, aquel que te di. De pronto en un "hace unos días" que no discierno el destino que no considero azar volvió a juntarnos, como para recordarnos que no estamos en nuestro sitio, dejándonos echar otro vistazo a "donde deberíamos estar".
Y ahora, el Ahora todavía no ha llegado. Porque yo esperaba un Ahora contigo, que es como un Ahora conmigo, porque no me tengo si no te tengo, porque siempre hemos sido la misma persona sin saberlo. Vivo en un ahora esperando mi Ahora, siendo un planeta esperando que su satélite le dé la vuelta, quizá una vela que espera que el fuego la consuma, y los dos ya no sean nada, no-siendo juntos.
Es difícil hacer entender a alguien que nunca ha estado enamorado, que no ha tenido una persona dentro de sí ni ha estado dentro de otra persona. Así que quizá necesiten experiencia para entender por qué se me quitó el hambre, por qué aquel pan untado en crema de avellanas y cacao sigue en el plato, en la cocina desordenada; intacto, al lado de una taza en su momento llena de leche fría, una gran ayuda para disolver un nudo de garganta.
Mi sueño era ser libre, y creo que sólo puedo ser libre contigo. Así que digamos que estamos enamorados, por decir algo y plantear alguna excusa para formar un alma con dos cuerpos. A ver si de una vez puedo dormir en paz, y consigo terminarme esa rebanada de pan después de tostarla.

domingo, 20 de enero de 2013

¿El qué?


Des êtres.

Hay un conjunto de existencias indefinibles, porque no son una cosa. Existen, pero son intangibles. Andan todo el día virando, por si las persigues. Ni se las ve. Cuando crees que sabes lo que son, cambian. Lo hacen para retarte.
Tienen coraje y valía, y juegan a crecer. Pero a los pobres se les nota que aún son pequeños; si fueran grandes no serían lo que son, porque un grande necesita ser algo en concreto, y pierde la facultad de ir cambiando.
El capricho desmonta la farsa; Quiero esto, quiero eso, no quiero nada, quiero los dos. Nos gusta cambiar. Explorar, ser incoherente, no tener raíz ni rama, no tener procedencia ni destino. Soñar. Volar, trepar, y caernos. Juguetear con los demás, ser mezquinos. Justificarnos. Llorar, y reír a carcajadas. Cumplir la lista de antónimos del diccionario, porque es genial ser contradictorio. Desordenar nuestro interior, llevar razón y equivocarnos a la vez. Que un huracán se apodere de nosotros. A fin de cuentas, dejarnos llevar. Porque somos animales los seres humanos, y nos enseñan a controlarnos. ¿Para qué? ¿Para convivir? ¿Para sentirnos superiores? Quizá ellos lleven razón, quizá sea la mejor forma de vivir, fingir que no somos vida simplemente instintiva. Lo que no comprendo es por qué se sienten mejores dueños de sí al controlarse que al dejarse llevar. ¿Es un buen amo el que no pasea a su perro? El alma es lo mismo, necesita salir, demostrar quiénes somos. Y eso es innato, por eso nosotros sabemos hacerlo tan bien.
¿No lo notáis? No podemos ser  nombrados como colectivo ni como individuo, hemos de ser comprendidos entre una edad y otra, y sólo nosotros sabemos el romanticismo que conlleva ser lo que somos. Que no te entiendan, que te sientas solo y que estés acompañado, que aún no seas esclavo.
Por eso no están contentos con lo que somos, porque no nos pueden controlar. Por eso nosotros nos sentimos perdidos, porque somos incontrolables. Por eso hemos de ser sometidos a las autoridades, que son los que nos crearon, y aunque intentemos escapar y juguemos a ser libres, ellos apretarán para que nos convirtamos en lo que son.
Adultos, ellos.
Jóvenes, nosotros.
Y nunca, nunca en la historia llegaremos a entendernos mutuamente.

lunes, 29 de octubre de 2012

Por qué no llevo relojes.

Por ahí he escuchado que el tiempo es vida. Y la vida es agua.
El tiempo fluye, viene en recuerdos. Aflora en lágrimas bajo tus párpados. No te espera, corre. Se te escapa entre los dedos. Te impregna de su aroma inexistente. Él, sólo como tiempo y como agua, acaba reflejando quién eres. Te forja, como las rocas del acantilado. Te desgasta. Te deja sólo hueso; hueso roído.
El tiempo, como el agua.
Además, es una soga. Te ata. A un lugar, a una gente. A una época. Te dicta, como autoritario gobernador de ti, tu compañía. Tu casa, tu educación, tu trabajo. Tus mejores personas, y las peores. Si llevas el pelo rizado, o camiseta azul. Dicta modas, te liga a la gente de tu generación. A lo que se diga por entonces. A cómo hablas. A cómo gesticulas, lo que sabes y dejas de saber.
Es aquel que ligó los barrotes a la celda, aquel que te somete y te mata. También, detesto decirlo, el que te da la vida.
Por eso no llevo relojes; por estar aquí sentada, en las escaleras de mi calle, observando a la fauna, cada una presa de su tiempo. Escuchando exageradamente cada ruido de alguna ave, perdida entre los arbustos que dan a la autovía. En un día gris, escribiendo, sola. Escuchando a mi vecino toser. Todo esto preso de su tiempo, encarcelado en su época, en aquello que le tocó vivir; por eso no llevo relojes, que es como no mirar la jaula en la que estás metido, y limitarte a piar y aletear en tu ignorancia, aprisionada. Como tener delante un muro, y mirar al cielo, aquello inalcanzable y que, por tanto, no te pone límites.
No llevo relojes por librarme del sentimiento de tener un gobernador, al que no puedo matar porque tampoco nadie le da la vida, porque no es real, y aún inexistente nos amenaza. Por todo su poder. Por cómo se alza ante nosotros.
Sin reloj, intento ser anacrónica, o "policrónica". No encerrarme en mi época, en mi tiempo. Intentar cavar un túnel, con un martillo de gemas, como en "Cadena Perpetua". Con una cucharilla de yogurt. Pero no limitarme. Para vivir de mí, y no del tiempo, huyo del reloj.

sábado, 5 de mayo de 2012

Cap 4


Venga...

Su párpado superior se separó levemente de su párpado inferior, y el ojo derecho dejó una rendija de proporciones suficientes para que viera un piloto rojo y un gran objetivo de videocámara enfocándole.
Qué haces...”
El chico de ojos nórdicos se remetió entre las sábanas, se tapó la cara, le dio la espalda a la cámara, y volvió a cerrar los ojos. Pero cuando los abrió estaban grabándole, exactamente igual que antes al otro lado de la cama.
Entonces puso la mano tapando el objetivo de la cámara, replicándole a Claire.
Ella apagó la cámara, se tumbó en la cama a su lado y se quedó mirando al techo.
Matt volvió a quedarse dormido, y Claire le cogió de la mano cuando él ya no se daba cuenta. Pensó que era un estúpido y adorable testarudo, alguien gracioso sin gracia, sin querer perpetuarse en ningún vídeo; en ninguna imagen más que en la memoria personal de cada uno.
Se acurrucó, acercándose a él, percibiendo el leve y buen olor a champú que desprendían los cabellos de trigo, cerrando los ojos y abriéndose el camisón por el cálido abrazo.
Repasó, visualizando en el párpado cerrado la imagen, la llegada a la casa la noche anterior.
Iban conduciendo a oscuras, con una mísera luz de los faros del coche, cual era viejo y roído, blanco, le chirriaban las llantas y llevaba una bombilla tintineando.
Ella iba con las manos aferradas al sillón, con miedo de que el coche pinchara, porque no paraba de pegar botes a causa de los baches del camino. De vez en cuando miraba a Matt, que iba algo despeinado y no paraba de ajustarse las gafas, de acercárselas al ojo, ya que se le iban deslizando hacia abajo a cada desnivel. Claire no paraba de pensar. “No sé por qué le gusta tanto el clima frío y nevado de por aquí...”
Sin embargo Matt disfrutaba viendo las cimas nevadas y el paisaje copioso de aquel lugar; le gustaba el hielo, el frío, el aire gélido de la mañana, el efecto del sol, el tono azulado de las montañas, los cristales de la ventana empañados y el contraste cálido, hogareño y familiar de una hoguera, centelleando en la chimenea.
Él había pensado que sería un conjunto ideal para unas vacaciones, aunque Claire pensara más en las vacaciones calurosas y playeras, de fina arena blanca y agua cristalina. Pero Matt era de montaña, frío como los copos de nieve y cálido como la hoguera, paradójicamente él.
Tomaron algunas curvas muy cerradas, pero no tardaron mucho en llegar a la cabaña desde donde estaban.
Una vez allí, Matt se echó aire caliente a las manos, las frotó con los guantes puestos y abrió la puerta. Fue al maletero, y empezó a sacar maletas y maletas. Cinco, por lo menos.
Mientras, Claire le miraba por el retrovisor. A ella no le había mandado nada, y tampoco sabía qué hacer, así que se quedó en el incómodo asiento del automóvil, clavándose los muelles y despegando suavemente con el dedo el cuero del colchón de gomaespuma, levantándolo y volviéndolo a colocar en su sitio. Hasta que escuchó un grito de su nombre. “Claire”.
Matt iba cargado con cinco maletas y dos mochilas de viaje, así que no podía cerrar el maletero del coche. Y no iba a arriesgarse a que un lindo y amable oso se metiera dentro.
Claire bajó del coche, se estremeció del frío y miró a Matt. Visualizó y comprendió que quería, así que complació la necesidad del cierre del maletero. También pensó que le vendría bien una ayuda en la carga de maletas, así fueron ambos hacia la casa, Claire siguiendo las huellas que Matt y el equipaje sembraban al paso arrítmico de él, porque no veía más allá de metro y medio de distancia.
Ella llevaba una bufanda negra, escoltada por un abrigo largo gris, cortado a la altura de las rodillas, hasta las cuales llegaban unas botas polares negras. Ella llevaba el pelo suelto, lacio con leves tirabuzones en algunos puntos, dejándolos caer como enredaderas hasta la altura de los riñones. Allá más de distancia su conjunto se apreciaba como una esbelta silueta de una dama de la noche, envuelta en la nieve gris y las estrellas de Láctea.
Porque ahí si se impresionó Claire, nada más mirar hacia arriba. Era un cielo de agua, miles de reflejos blancos y brillantes entre el profundo, oscuro océano. Un camino de diamantes, un sendero de regalos para la vista y la emoción. Migas de pan desperdigadas artísticamente por el camino.
Tardaron poco más de dos minutos en llegar a la casa, desde la cual apena se apreciaban los faros del coche que seguían encendidos, porque la capa de aire gélido era tal que casi podías palparlo, arrancar un trozo y cargarlo a tu espalda para llevarlo.
Matt dejó todas las maletas en el porche y fue al coche para quitarle las luces y apagar el motor, que dios sabría por qué se lo habían dejado encendido, mientras Claire se sentó en los escalones.
No había más que peldaños de madera y una mísera luz a la que acudían todos los insectos con necesidad, como uno acude al hogar ante el miedo del futuro, o se refugia en el pasado ante el momento del presente, por el frío.
Poco tardó en llegar Matt, al que casi se le olvidó lo bronceada que estaba Claire tras una semana en altas montañas, que allí le pegaba mucho el sol, grabando vídeos a más no poder. Aunque él no se había bronceado lo más mínimo, era tan blanco que parecía transparente.
Costó lo suyo hacer entrar la llave para abrir la puerta de la casa, la cerradura era algo vieja y tenía pequeñas secciones congeladas, como pistas de patinaje para hormigas.
Entraron y Claire, yerta, dejó las dos mochilas que cargaba en la mesa y se quedó mirando a Matt, como para que hiciera algo; quería decirle “enciende la chimenea” o “¿y la bañera?”, pero pensó que con mirarle estaría bien.
- Bueno... ¿qué te parece? - Dijo Matt, sonriendo ilusionado.
- E-Est-tá B-Bien, m-me gust-ta. - Dijo Claire, intentando parecer entusiasmada siendo abatida por tirites.
- ¡Oh! Espera, te traeré una manta. - Bajó unas escaleras, a la planta subterránea.

Claire miró la casa, había respondido a Matthew casi sin saber. Aunque quería creer que era bonita, por eso respondió en automático. Al fin y al cabo, la fe no tiene fundamento.
Pero empezó a evaluar la decoración: nada más entrar, lo que encontrabas frente a la puerta era, aunque a unos seis metros, las escaleras que había tomado Matt para bajar, y encima de estas las que eran para subir. A la derecha de la puerta había un sofá verde oscuro, con una sábana de estampado rústico por encima, un sillón morado de terciopelo al lado del sofá, una mesita de apoyo al lado del sillón y un televisor de pantalla plana pegado a la pared lateral, justo enfrente del sofá. A la derecha del televisor estaba la estantería, pegada a la pared de la puerta de entrada. A la derecha de las escaleras, que estaban casi en el centro de la estancia, estaba la cocina. No había muro de separación, ni puerta, nada que dividiera la sala. Había una mesita en medio, y una encimera que cubría casi toda la pared derecha, exceptuando el espacio de la nevera, hasta un tabique que le frenaba el paso, para dejar hueco al salón. A la izquierda de las escaleras había una habitación pequeña, supuso ella que sería el baño.
Faltaba el dormitorio, que Matthew le había comentado que estaba abajo, y que por eso había ido a buscar la manta allí. ¿Y la planta de arriba para qué?
Llegó Matt, con una manta. Claire se sentó en el sofá verde, envuelta, y encendió la televisión. No sintonizaba ningún canal.
Matthew le preparó una taza de leche caliente, y se la dio. Ella se lo agradeció con un beso en la mejilla y le preguntó por qué no funcionaba el televisor. Matt fue, miró la conexión de la antena, y como no vio ningún problema, hizo lo que hacemos todos: quitamos y ponemos la antena y los conectores varias veces, hasta que funcione. Y funciona.
Así tras dejar a Claire cómoda, Matthew sonrió. Le agradaba la idea de que ella pudiera disfrutar de su casa, ya que él, aunque le encantara, no le daba uso apenas. Desde que Alfred se fue, había disfrutado sobremanera de su soledad, pero sentía que no aprovechaba la casa maravillosa que tenía, que eso se aprovechaba con buena compañía. Alfred no era buena compañía, nunca le había llamado para ir allí. Pero Claire sí le gustaba.