lunes, 12 de septiembre de 2011

Cap. 1.

No sabía qué le pasaba. ¿Por qué hacía ahora todo así? ¿Por qué el repentino histerismo?
Él era muy temperamental. Alfred sabía bien que no podía controlarse a sí mismo; que no podía dominar sus acciones.
Daba vueltas por toda su habitación. Se desplomaba en su cama, rodaba de lado a lado un par de veces, se levantaba. Se acercaba al escritorio, cogía un bolígrafo, lo mordía. Lo soltaba a golpe de madera, suspiraba, se frotaba la frente. Deslizaba los dedos por su nariz, separando las lentes de sus pupilas azules, cerrando los párpados. Se preguntaba, pensaba, no se respondía.
Todo aquel nerviosismo hizo que en pocas repeticiones del ciclo su cuarto acabara como si un ciclón lo hubiera atravesado; y en parte era eso lo que ocurría.
Los armarios abiertos de par en par; vaqueros sin doblar colgando de las puertas; gallumbos que tendría que haber guardado ya en su cajón de la ropa interior, y que ahora estaban desperdigados por el suelo aunque él los hubiera dejado doblados en el escritorio; lápices, mil lápices y estilográficas por todos lados que iba dejando tras los mordía; un colchón con sábanas colgando de él por tanta vuelta; una almohada en el suelo que no paraba de pisar y pisar mientras desordenaba su habitación en un bucle infinito de desesperación.

“Tiene que haber un rastro. Algo.”
Se quitó su querida y adorada chaqueta de aviador, desprendiéndose por un momento de él mismo. La dejó cuidadosamente sobre la silla, ya sepultada entre tanta ropa, y se sentó. En el suelo.
Estaba cansado de Nueva York. Cansado de tanto escaparate, de tanto monopolio. De tan urbano que era. La luz de los anuncios publicitarios en las calles empezaba a marearle, no le gustaba encontrarse una pantalla gigante en mitad de la acera. Estaba empezando a coger quilos a base de comer hamburguesa, le molestaba el ruido de los coches y el vértigo de esos edificios enormes; le molestaba todo en aquella ciudad. Aunque antes adorara las hamburguesas, le parecieran preciosas las luces de los anuncios, sintiera música el son de los claxons y alucinara viendo la ciudad desde tan alto, ahora no hacía más que pensar que quería abandonarlo todo. Algo muy sacrificado para míster América, aunque él lo veía algo necesario. Algo natural, dejarlo todo ahora.
Abrió la ventana y entró una ráfaga de aire, limpiando un poco todo aquel caos del ambiente. Sacó un cigarrillo de un paquete que de milagro había divisado entre las telas, lo encendió y le dio la primera calada.
Aspiró el humo, aspiró toda esa materia repugnante que le sabía a gloria; aspiró el matarratas, el quita esmalte, los productos de limpieza. Aspiró todo lo que pudo aspirar de aquel nocivo pero delicioso manjar de los dioses. Y se asomó por la ventana.
Si miraba a su derecha podía apreciar su bandera de Estados Unidos flameando por la parte exterior de la barandilla, y cómo el callejón en el que vivía se hacía cada vez más ancho. Si miraba a su izquierda veía cómo el callejón se cerraba, y podía divisar perfectamente las siluetas del algunos de sus vecinos. El hombre gordo del sexto sacando una cerveza de la nevera, la mujer del octavo que siempre andaba desnuda por su casa y el anciano del quinto que no hacía más que gritarle a su viejo televisor.
Y podía mirar en cualquier dirección; si miraba abajo estaría el suelo, si miraba arriba estaría el cielo. Pero si miraba al frente el infierno pasaba a ser un paraíso en valores comparativos.
Allí era donde ella había vivido, donde ella le había dejado abandonado. El Cuarto, Cuarto C.
Por equivocación instintiva, desvió la mirada desde la mujer desnuda del octavo hasta el Cuarto C del edifico de enfrente, y entonces expulsó el humo que antes había aspirado con tanto fulgor. Deshaciéndose de él.
Cerró el ojo derecho, y luego el izquierdo. Esperó y, despacio, los volvió a abrir.
Y nada cambió en el eterno parpadeo. Las persianas seguían cerradas, la pared con la pintura cascada, las barandillas oxidadas y los cristales tremendamente sucios.
Y por supuesto, ella no estaría. Pero que eso ya lo sabía Alfred, que eso no le hacía falta estudiarlo ni observarlo. Que ella le venía por guía del instinto, no por el destino, la suerte ni, mucho menos, los milagros. Que no por un parpadeo aparecería. Que aunque lo sabía, cada vez que miraba la vidriera sus ojos reflejaban una textura similar, que de las venas, finas venas de los ojos, se percataba uno fácilmente y que, de alma, no hacía falta nada más que sentirlo.
Porque no la amaba, decía, pero era porque hacerse el duro era su debilidad. Era una hermana, una compañera. Ligeramente sensible, extremadamente atractiva.
Un espectro divino entre las tinieblas.
Podía recordar todos sus movimientos. Sus gestos, esos “tics” que le aparecían de vez en cuando. Sus risas, esas animadas campanas. Sus labios.
Recordaba cómo hace unos meses se asomó a fumar el cigarrillo matutino, igual que ahora hacía, y la encontró con la cabeza apoyada en la baranda de la ventana, con una sonrisa tierna e infantil. Cómo él soltó una bocanada de humo y sonrió sin querer, sintiéndose imbécil.
“-Buenos días, Anglosajón.”, soltó ella de la forma más hombría que pudo hacerlo, y Alfred bufó.
“Ya sabes que no soy anglosajón. Soy americano de pura raza.” Él seguía fumando, y ella se tomaba su taza de cacao en polvo.
“Americano, anglosajón... todos venís de lo mismo. Todos venimos de lo mismo”. Ella terminó su cacao, cerró su ventana, hizo mano de unos vaqueros y una camiseta lisa blanca y bajó a la calle.
Alfred sonreía, plácido. Sabía perfectamente qué venía ahora.
Así que se apresuró a terminarse el cigarro, al cual nada más apagado en el cenicero sonó el timbre.
“Que no llames, que está abierto.”
Entonces ella abría, miraba la puerta alucinada y espetaba un “Estos americanos y sus ganas de poder disparar a alguien por allanamiento de morada”.
Entraba, iba a la despensa y cogía un paquete de patatas fritas. Mientras, Alfred se sentaba en el sofá, encendía el televisor con el mando a distancia y dejaba fluir unas agradables cosquillas por su estómago mientras ella se acurrucaba en él.
Oía el crujir de las patatas, y decía “crisps”. Raoks reía y repetía el sonido, ese “sps” que le parecía simpático.
Entonces se sonrojaban y no veían nada, aunque miraran el televisor; no escuchaban nada, aunque el volumen estuviera al máximo. Se hermetizaban en una burbuja juntos, con no más que patatas, aceitunas y ellos mismos.
Así pasaban la mañana, envueltos entre sus pieles, divagando sobre diferentes temas de conversación, criticando el mundo.
Alfred afirmaba que no estaba de acuerdo con ningún sistema de gobierno, que ahora el capitalismo en Estados Unidos no estaba mal, pero que no le convencía. Raoks objetaba, se enfadaba, se indignaba.
“¿Cómo que el capitalismo no está mal? ¿Pero tú en qué estás pensando?”
Claro que ella era comunista, con una mentalidad ante gobierno propia de países sudamericanos.
Ella se cruzaba de brazos y espetaba que era un egoísta, que qué estúpida forma de pensar tenía. Alfred la imitaba con voz tonta y la rodeaba con el brazo. Raoks intentaba ignorarlo, pero le acababa sonriendo. Sólo entonces empezaban.
Ella se inclinaba sobre él, alargaba una mano y le acariciaba el cuello. Él aguantaba el escalofrío, la inclinaba más hacia él y la besaba. Ella le arrastraba hacia el cuarto, donde se encerraban durante todo el tiempo que podían.
“... Tengo hambre.”, decía ella. Y sólo entonces terminaban.
Salían de la pequeña habitación, encendían el horno e introducían una pizza de la sección de congelados del supermercado, discutiendo sobre los sabores de sus pizzas favoritas mientras esta se cocinaba.
El pitido del horno les hacía callar, y ante el silencio sus respectivas tripas rugían por sacar la deliciosa pizza de ahí.
Cogían una bandeja, servían ahí la pizza y se sentaban en mitad del suelo del salón a comer, sin decir palabra. Hasta que quedaba sólo un trozo de pizza y empezaban a reñir.
“Yo sólo he comido tres trozos. Tú has comido cuatro.” Decía ella, con el último trozo en la mano.
“Yo soy el doble que tú.” Decía él, intentando alcanzarla.
“... Me da igual.” Y daba el primer mordisco, llevándose medio trozo a la boca.
“... Ya verás”. Alfred se tiraba encima de la bandeja y se arrastraba hasta llegar a Raoks, mientras ella tragaba. Y dio otro mordisco, terminando la disputa.


Entonces le empezaron a avisar las tripas de que echara algo ahí dentro. Apagó el cigarrillo, echó una última visualización al paisaje, cerró la ventana y se dirigió a la cocina. Almorzaría un bol de cereales... o algo.