viernes, 9 de diciembre de 2011

Cap 3


Qué dulce.
A eso mismo Raoks estaría tomándose una manzana de caramelo, sentada en un seco banco de piedra en un parque céntrico de la ciudad; saboreando lo dulzón del aperitivo; observando las golondrinas, ágiles al vuelo, formando líneas angulares y poligonales, y extraños dibujos en blanco y negro de su silueta, difuminada por la velocidad; analizando la arenilla del suelo, que le llenaba el zapato y el pie de polvo; sintiendo la brisa y el olor a árbol; palpando el rugoso trozo de piedra en el que estaba sentada.

Había sido un día largo. Se levantó a las seis de la madrugada atontada y confundida, como a las hormigas si les borras el sendero. No paraba de darse contra las esquinas y dejar el dedo meñique del pie más allá del marco de la puerta.
    -¡Ay! - exclamaba enrabietada mirando la puerta, mientras le daba un manotazo.
    Se movió hacia la cocina, donde sacó un tazón de “The Rolling's Stones” y lo llenó de leche. Sacó también cereales de la despensa, metió la leche en el microondas y vertió los cereales en el tazón. Los tomó con rapidez y fue a ducharse; a las siete y media debía estar preparada para salir. Se duchó y, sin secarse bien los pelos, se vistió, por lo que puso la ropa pipando. Iba con unos vaqueros ceñidos a la cintura y bastante anchos de pernera, con una camiseta blanca, lisa, de esas que tenía a pares e impares y con unas sandalias de playa.
    Salió de casa a las 07:33 y anduvo hasta donde tenía estacionado el coche. Un coche muy antiguo; unas líneas totalmente poligonales, unas puertas que aún tenían la necesidad de abrirse con llave manual, preciso de un seguro contra robos al volante, con un cambio de marchas más duro que la chapa de metal del automóvil, de pintura blanca, y que sus llantas, viejas corredoras teñidas de barro.
    Se metió en el coche, lanzó un gran suspiro y encendió el motor. Salió del aparcamiento marcha atrás y se dirigió al centro de la ciudad, pasando por mil rotondas y cruces que no conocía; llegando a una gran avenida, la avenida céntrica.
    Encontró un aparcamiento algo apartado del edificio al que tenía que ir, pero podía dar gracias hasta desfallecer por haberlo hecho. El edificio se veía casi desde cualquier punto de la ciudad. A ella cuanto más se acercaba más le latía el corazón, y no porque tuviera más vida, sino por miedo. Por pavor, quizás. Pero tendría que enfrentarse a esas cosas tarde o temprano.
    El edificio tenía dos grandes columnas, enroscadas cada una en sí misma formando una enredadera en la entrada principal, acompañada por un leve escalón que le daba un toque ridículo, aunque es lo que se suele hacer en los edificios elegantes; poner miles de detalles sin sentido.
La fachada estaba pintada de color crema; parecía un gran caramelo de café entre todos esos edificios de pintura cascada y de agrios colores. Había ventanas a lo largo y ancho de todas las paredes, y todas tenían las persianas levantadas y las cortinas recogidas. Daba sensación de movimiento; toda esa humanidad ahí dentro. De ajetreo.
Cuando se acercó un poco más al edificio podía ver como no tenía ningún portero. Que para qué lo iba a tener, también pensó.
A cada paso se le venían ideas absurdas en la cabeza; como que de algún momento a otro alguien se tiraría del edificio, por ejemplo. O que se tiraría ella misma cuando subiera.
Tenía hecho un nudo en el intestino delgado; una pelota de tenis en la garganta y unas incansables hormigas en los pies. Todo eso la acompañó durante el camino; hasta la entrada del edificio, subiendo el escalón; hasta el ascensor, cruzando el vestíbulo; hasta el despacho, tomando pasillos; hasta su asiento, frente al entrevistador.

-... H-Hola – tartamudeó, haciéndose pequeña entre los diplomas de las paredes y el nombre, en un cartel dorado, de aquel señor.
    - Encantado. - El señor le dio un apretón de manos, indicándole a Raoks con un gesto que tomara asiento. Tenía unos treinta años, más o menos, y una cara muy amable; mofletes algo rosáceos, con pecas, de tez blanca y ojos dulces color miel, con un pelo rubio y moreno a mechones, ondulado.
    No era muy alto, y tenía acento andaluz.
    Empezó a hacerle preguntas a Raoks, que aunque ella las supiera todas, a veces se quedaba atascada del nerviosismo. Percatándose de ello, el examinador no lo tuvo en cuenta, y al concluir la entrevista dijo: - Bueno, en realidad no creo que haya problemas – empezó a mirar un montón de hojas de papel a la vez – tienes un currículo muy bueno, el traerte aquí es sólo la rutina de comprobación. Así que ya sabes, empiezas mañana, en el despacho doscientos tres. A las nueve, ¿vale? - Dejó caer una leve sonrisa
    - … Sí, vale... - Ella se levantó torpemente, haciendo un sonido chirriante con la silla, y un secretario que apareció de la nada, o al menos que ella no había visto antes, le abrió la puerta. Salió cabizbaja, mirando los pies de todo aquel que pasaba por el pasillo, los cuales producían rítmicos sonidos de taconeo; cogió el ascensor y en segundos ya estaba en la calle.
    Fue un alivio, así que, estando más relajada, decidió darse una vuelta y ver la nueva ciudad. En el centro había poco; el típico McDonal's, las tiendas de las marcas más conocidas, y algún que otro parque con fuentes y pajaritos. No había ningún puesto de perritos calientes, ni pantallas electrónicas por las calles. No había taxis de colores estridentes, ni banderas patriotas flameando por todos lados. No había rascacielos a los que no alcanzara a ver el fin, ni tiendas especializadas en rosquillas. Nada le resultaba familiar.

Las cosas no estaban monopolizadas; ese lugar ni era el centro del universo, ni lo creía, ni lo intentaba. Sólo quería ser un lugar humilde.
Decidió ir a algunas tiendas, a comprar algo de ropa más cara para ir a trabajar. Pero cuando pensó en el dinero que tenía se le esfumaron las ideas; decidió comprar algo de comer y echar la tarde en algún parque de la ciudad.
En la plaza encontró a un señor con un puesto que estaba rodeado de niños. No encontraba lógico que, en la plaza mayor, adonde ella había ido a comprar fruta, hubiera niños. Pero se acercó bien.

Había miles de chucherías y dulces; desde caramelos hasta algodones de azúcar, pasando por chicles, helados, chocolatinas, piruletas y refrescos. Por haber, había hasta pasteles y tartas.
El hombre al cargo del puesto era un hombre con una piel blanquecina, de cejas gruesas y ojos verdes. Repartía un caramelo a cada niño, con un gesto serio a pesar de las dulces caras infantiles. Todos los niños cogían el caramelo, sonreían y se iban.
Pero hubo una joven que sí le saco una sonrisa: era de pelo castaño, alborotado, ojos pardos y unas lentes negras realzándolos; vestía una sudadera blanca, contrastada con su tez morena, y unos vaqueros desteñidos.
El hombre cogió un caramelo de fresa, estiró el brazo y se lo dejó en la mano.

    -Gracias. - Dijo la muchacha, sonriente. Y el hombre esbozó una leve curva con sus labios.
    Y entonces cogió otro caramelo, de limón, extendió el brazo y lo depositó en manos de otra niña, más pequeña, más rubia y de ojos más claros; también portadora de lentes.

    -Di gracias, zopenca – Añadió la muchacha.
    -… ¡G-Gracias! -musitó la pequeña.
    Entonces sí fue apreciable la sonrisa del hombre, una sonrisa bien marcada, enseñando los incisivos y premolares.

Cuando se hubieron marchado los chavales, Raoks se acercó al puesto, y pidió una manzana de caramelo.
    - Tome. - El hombre extendió el brazo. - G-Gracias... - Dijo Raoks, concentrada en que no se le cayera el dulce.
    - Dos cincuenta, por favor. - … Sí – Raoks lamió la manzana, sacó un billete de cinco euros del bolsillo, lo entregó, esperó la vuelta del cambio y, una vez recibida, se alejó del puesto y se dispuso a dar una vuelta por el parque de pinos mediterráneos que había cerca de allí. Se paró en algún que otro escaparate de ropa “Levi's”, marca americana de tal estilo. Le gustaban los vaqueros y esas camisetas blancas lisas, sencillas y normales. Sin remilgamientos, ni lazos, ni dibujos. Simples. Fáciles.

Encendió su reproductor de música y dio una vuelta examinando la flora del parque, cual no era nada interesante, y al acabar se sentó en un seco banco de piedra, comiéndose su manzana de caramelo. Y empezó a recordar el día.