sábado, 19 de noviembre de 2011

Sábado

Era agradable aferrarse a las sábanas, rodeada por una aureola de calor, sintiendo como el frío se quedaba tras la vidriera, al igual que las gotas de lluvia que golpeaban el cristal.
Se sentía una bien, más si era sábado por la mañana.
Sentía confortable el hecho de no hacer absolutamente nada; no tener que estudiar, hacer deberes o trabajos escolares, sin deber de ayudar en casa. Nada.

Podía disfrutar muchos días de esa sensación, pero en los días de lluvia era más agradable. No sabía por qué, la lluvia tenía un efecto melancólico que le gustaba. Viendo los árboles zarandeándose por el viento. Mirando a lo  lejos, sin ver el horizonte. Viendo sólo una espesa capa blanca, sin saber ella si por niebla o por la sábana clareada, causada por el efecto de las gotas cayendo en cascada.

Con la habitación totalmente a oscuras, exceptuando la ínfima luz que se colaba entre las oquedades de las nubes, rebotando en la corteza y atravesando el cristal humedecido de la ventana. Con su mente divagando por miles de caminos y senderos; por el futuro, por su pasado. Por dos espacios paralelos y diferentes, con el punto de fusión en el presente. En el momento que ahora efectuaba al pensar; entre el de antes, que estaba dormida; entre el de dentro de dos minutos, que estaría con una taza de café caliente entre las manos.

En días así, días que te vacían el cuerpo de preocupaciones y son únicamente de calma; de tranquila divagación por los pasillos de tu casa. Días en los que piensas más que dices; en los que vives sola, por y para ti. Días en los que no sales de la cama, sólo das vueltas una y otra vez, tomando más aperitivos que chinos hay en el mundo, sentándote frente a la ventana y sin parar de hacer bocetos, cansada de las palabras, de las mentiras. Plasmando todo tal como lo ves. Dejando huella de ti en el mundo.

En días así. Días de lluvia.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Cap 2


Matthew estaba viendo nevar por la ventana.
No sabía por qué, no paraban de darle escalofríos. De tener el presentimiento de que pronto vería al arrogante de su hermano y de que, por alguna extraña razón, no iba a ser para que Alfred se pusiera prepotente a decirle qué vida llevaba y a darle envidia.
Él estaba solo allí, al norte de Canadá, disfrutando de unos meses de paz y tranquilidad.
Las ventanas de la casa estaban empañadas, y ni aún al lado de la chimenea conseguías calentarte.
La luz de la hoguera daba un toque hogareño al salón, más realzado por ese ambiente rústico y por el contraste con los azulados tonos del paisaje de fuera.
Matthew no sabía qué hacer, y no hacía nada; pero tampoco sentía que estuviera desperdiciando el tiempo, ni que se estuviera aburriendo. Se sentía bien.
Fue a la cocina y sacó la tostadora. Sacó también un bote de sirope de arce y un cuchillo para repartirlo más equitativamente por la tostada. Introdujo la tostada en la tostadora, y mientras el pan se tostaba recogió las migas que ya se habían desprendido de la pieza.
Al saltar las tostadas sacó un plato y las echó en él; volvió a recoger las migas que otra vez se habían desprendido y cuidó de echar, prácticamente gota por gota, lo justo para que el sirope no sobrepasara la corteza. Expandió un poco el sirope con el cuchillo, cerró el bote y lo guardó. El cuchillo lo echó en el fregadero, creando una anotación mental que decía “límpialo”.
Feliz por no haber manchado nada, se sentó en la mesa de la cocina y comenzó a tomarse su desayuno. No pensaba nada. Estaba totalmente desconectado del universo.
Terminó de comer y se relamió los labios. Adoraba el sirope de arce.
Se levantó, con cuidado de no tirar migajas al suelo, y se movió hasta la papelera, donde las tiró teniendo la misma precaución. Luego echó el plato al fregadero, lo fregó junto al cuchillo, los secó y los guardó.
Y si mirabas por allí nadie habría dicho que se había comido ese pringoso líquido que parecía miel; nadie habría dicho que se había comido nada.
Se fue al salón, se sentó en un aterciopelado sillón morado que hacía conjunto a sus ojos, cogió un libro de la mesa auxiliar de su izquierda y comenzó a leer a la luz de las llamas, ayudado por una lámpara pequeña puesta ahí para ese uso en particular.
Podía pasarse todo el día leyendo, pero no lo hizo. Pensaría demasiado en el libro y rompería esa calma y equilibrio que le permitía no vivir a ratos.
Terminó de leer y decidió ir a ducharse, así evacuaría la historia de la lectura que tanto le enfrascaba en esos días.
Cuando salió del baño había parado de nevar, y aunque gélida era poco para describir la temperatura, se abrigó lo más que pudo tras el aseo y se animó a jugar un poco con la nieve.
Se alejó unos pasos de la casa y buscó un sitio donde sentarse. Decidió hacerlo debajo de un árbol poco al norte de su hogar, para poder apoyar la espalda en el tronco si lo necesitaba.
Empezó a coger nieve lentamente. Cualquiera que lo observara podría decir que no hacía más que leves montones, que hacía pequeños desniveles. Pero no en mucho tiempo consiguió una gran esfera, perfectamente perfilada, que usaría como cuerpo de su muñeco de nieve. Y así procedió para hacer la cabeza; despacio.
Se quedó contemplando su trabajo. Cogió sus lentes y se las colocó a la personificación nevada, y lo mismo hizo con su gorro. Sonrió.
Había hecho algo bueno. O al menos, él veía el muñeco bien.
Cogió las gafas, las limpió un poco con la bufanda que llevaba y se las puso. También le quitó el gorro, aunque decidió no ponérselo, estaba lleno de nieve y no quería empaparse el pelo en ella.
Dio vueltas alrededor del muñeco. Las dos esferas estaban bien. No tenían ninguna curvatura extraña, ni un lado más grande que otro, ni eran desproporcionadas en conjunto. Eran buenas.
Orgulloso, se retiró del muñeco y anduvo un poco por los alrededores, observando la mínima vegetación que crecía por allí, y la poca vida que había.
Iba observando también sus propias huellas; su propio camino. Y cómo un osezno venía robándoselo.
Su primera reacción fue asustarse; pegó un brinco impropio de su tranquilidad. Se alejó un poco, y midió con cautela que la distancia que le separaba del osezno fuera más o menos la misma que llevaba el animal había iniciado de precaución. Pero el osezno lo miró con curiosidad sólo un instante, y rápido se fue por donde había venido, como si no viera nada interesante.
Matthew también se percató de eso. Aunque no igual que lo percibían los demás, que veían en él un joven maniático y cuadriculado, feliz con el orden y las clasificaciones; él simplemente vio que el oso se dio la vuelta, que no le interesaba. Aunque él sí se interesaba por el oso.
Se acercó; se alejó. Miró al oso desde diferentes perspectivas; diferentes puntos de visión. Cuando estuvo preparado se fue de vuelta a casa.

Al llegar se quitó el anorak, algo mojado, y las botas. Se puso en compensación unas zapatillas que bien abrigaban y un jersey. También limpió bien las gafas y, cuando lo hizo, puso a secar toda la ropa mojada creando un tendedero cerca de la chimenea.
Cogió un cuaderno y un bolígrafo, y comenzó a trazar bocetos del oso. Boceto tras boceto. Y ninguno le salía bien.
Líneas rectas, curvas. Sombras, algo complicadas con tinta, figuras sencillas. Se deprimió un poco. Por más despacio que lo hacía, por más cuidadosos que eran los trazos, no conseguía nada.
Se enfadó. Guardó el bolígrafo y el cuaderno, guardó la ropa que ya estaba seca y se guardó en la cama.

Se despertó a las dos de la madrugada, sin estar en paz. Algo le molestaba, y no iba a ser una cosa tan ridícula e insignificante como un fallo de dibujo.
Se levantó, se preparó una taza de leche caliente y salió al porche.
A lo lejos vio una delgada silueta, que ágil a la luz del porche de Matthew se escondió tras unos arbustos, y entre eso, la oscuridad y sus pocas nociones de visión recién levantado, no consiguió más que un leve difumino de la persona.
No tenía rifles en su casa, no era su hermano. No tenía una sola arma. Y le daba miedo acercarse así, sin más. Casi le daba miedo estar en el porche, a pleno blanco de esa materia desconocida, así que se introdujo en casa y se puso muy nervioso.
Empezó a pensar. ¿Había alguien o algo capaz de estar ahí fuera ante esas temperaturas tan bajas? ¿Ante esa helada fría espeluznante? ¿Ante el gélido aire del norte, de ese norte de Canadá? No, claro. Claro que no.
Ni un héroe de antaño aguantaría ahí sin luz ni calor. ¡Ni el mismísimo Yeti!
[…]
Golpearon la puerta. Matthew apagó la luz y se escondió bajo una manta detrás del sofá, levantando algo la cabeza como para ver por la ventana.
Aunque no veía, la luz del porche estaba apagada y esa valiente criatura de los bosques no necesitaba de ella para ver o para evitar padecer el pánico que arrollaba a Matthew.
El individuo golpeó la puerta una vez más. Lógicamente, Matthew no tenía intención de abrir. Unas frías gotas de sudor empezaban a recorrerle la frente y se deslizaban por su cara; su vista daba vueltas y él se mareaba a pesar de no ver nada; sentía cómo la sangre no le llegaba a la cabeza. Su respiración se aceleró en un movimiento arrítmico, intentando inspirar todo el aire que podía porque sentía como si no hubiera una sola partícula de oxígeno en el lugar.
Se deslizó suavemente hasta el cerco de la ventana y asomó la parte superior de la frente, que pronto fue alumbrada con una linterna, haciendo que brillara toda la superficie bañada en sudor y que su corazón explotara.
Se sobresaltó echándose bruscamente hacia atrás, movimiento que se transformó en un gran estrépito cuando tiró un vaso de la mesita, cuya punta se clavó en su costilla. Acto seguido la mano que tiró el vaso pasó a cubrir la superficie que le correspondía al costado a esto que miraba la ventana, el único lugar de donde venía una minúscula porción de luz, reflejada ahora en la pálida cara de su hermano.
Unos instintos preocupantes de asesino le recorrían. Quería coger a Alfred, pegarle, amordazarle y romperle las costillas a base de patadas, siguiendo por dejarlo fuera y que muriera congelado. Pero en lugar de eso decidió dejarle pasar y prepararle un café caliente.

- Toma. - Espetó Matthew – Un café y una manta polar. Abrígate.
- … G-Gracias – musitó Alfred, tiritando.
- …
Nada. ¿Qué haces aquí?
- …
Bueno. – Bebió un sorbo y se echó la manta por encima. – Me apetecía hacerte una visita.
- …
¿Qué? ¿A estas horas? - Matthew no daba crédito. - ¿Tu cerebro se ha congelado por el camino? ¿Lo has derretido para calentarte?
- …
- Pegó otro sorbo, terminando el café y dejándolo encima de la mesa – La verdad, más o menos. Vengo con la idea de quedarme aquí un tiempo. Al menos durante las vacaciones.
- ... Sí. - Matthew tragó saliva, percatándose de la que se le venía encima y recogiendo la taza de café - durante las vacaciones...
Matthew era el menor aunque no se notara demasiado; la bandada de pájaros en la cabeza de Alfred lo impedían. Aunque ahora estaba muy cansado tras esa bajada de tensión como para discutir, así que bajó al sótano, a dormir en su mullida y apacible cama.
Alfred se tumbó en el sofá tapándose bien con la manta que le había dado su hermano, la misma que había usado para esconderse, y comenzó a pensar. Miraba el techo, casi que lo examinaba. Estaba mal pintado y lleno de humedades, aunque tenía un toque divertido, porque podía distinguir en él figuras por las manchas ennegrecidas. Veía tortugas, estrellas, e incluso arco iris si añadía algunos colores a la paleta. La verdad es que no tenía sueño. No estaba acostumbrado a dormir mucho; quizá no estuviera acostumbrado a dormir. Y la oportunidad de distracción y evasión de explorar la casa de su hermano tampoco ayudaban.
Aburrido de mirar el techo se levantó, y se le ocurrió convertirse en espía por un tiempo. Cotilleó en los cajones de la mesita de café, que contenían el boceto del oso del que Alfred no hizo más que reírse; miró a ver si tenía algún libro “interesante” en el estante, aunque no tuvo éxito; encontró un montón de papeles emborronados de tinta en la papelera, y atinó en que su hermano tenía frustración artística; buscó qué comer en la despensa y en la nevera, pero no había nada que a él le gustase.
Casi aburrido de investigar, decidió mirar en los cajones inferiores al mueble de la televisión; allí sólo había cintas de osos polares.
Osos polares y el peligro de extinción”, leía Alfred. “Tierra y capa de Ozono, blancos peludos”. Ya tenían que estar mal los osos polares.
Entre las cintas encontró una que no tenía título y, dispuesto a matar al gato, quiso desvelar su curiosidad.
Encendió el vídeo e introdujo la cinta; encendió el televisor y bajó algo el volumen; se sentó en el sofá y le dio al
play.
Lo que se veía era a su hermano; a un joven de tez blanca y pelo rubiasco roncando, y a una mano algo más bronceada zarandeándole.
Saluda...
Su hermano despertó, dejando a la vista sus ojos morados y bostezó. No tardó en darse cuenta de que le estaban grabando. Se escondió bajo la sábana y empezó a quejarse; que por qué hacía cosas tan absurdas, que cuándo iba a soltar la videocámara, o que para qué quería eso.
La persona que movía la cámara se mosqueó. Decía que no hacía más que gruñir todo el día. Que podría ser un poco más simpático.
... ¿Simpático? Me estás grabando. Sabes cómo odio que me graben; y es con toda la fuerza del alma y conciencia que tengo.”
... ¿Desde tan temprano vas a hablar tan raro?”
...”
Su hermano sonrió, y se fue viendo como alargaba la mano cada vez más hasta que la pantalla del televisor ennegreció.
A los pocos segundos se iluminó otra vez; ahora con la cámara en movimiento.
El paisaje era muy amplio; una inmensa pista de hielo rodeada de frondosos árboles, con vistas de montañas a lo lejos, azuladas por el frío y la distancia, coronadas por un velo nupcial en la cúspide. Lo gris era completamente cielo, apacible y tormentoso, sin un sólo aviador animal.
Se veía a su hermano, patinando sobre el hielo, y vaya que si era torpe; no pasaba más de un minuto entre caída y caída. La persona que grababa no paraba de reírse, y Matthew la miraba con una sonrisa vergonzosa, con una mirada transparente. Y la cámara no paraba de zarandearse de un lado para otro, porque quien grababa patinaba también.
Se veía la cara de Matthew feliz, algo más que de costumbre; se veían facciones nuevas, facciones que su hermano no había apreciado nunca.